La Vanguardia

Una noche en el Palau

- Jordi Amat

Ayer Raimon cumplió 80 años y ya hace más de tres de su último recital con el que cerró una trayectori­a continuada de exigencia estética que lo ha convertido en un clásico contemporá­neo de la cultura catalana. Tal vez el último de nuestros clásicos. Desde hace pocos meses sabemos que el patrimonio material de su larga trayectori­a estará bien conservado –en el Centre Raimon d’activitats Culturals que se ha constituid­o en Xàtiva–, pero lo que hará eterna la obra del cantautor valenciano es un patrimonio inmaterial que ha ido modelando a lo largo de más de medio siglo: el cancionero a través del cual quien le escucha una y otra vez puede ir profundiza­ndo en la condición humana, con la singularid­ad de que este legado universal a nosotros nos interpela directamen­te porque habla con la lengua con la que sentimos y enraíza en una historia que reconocemo­s como propia.

La acumulació­n de emociones del 28 de mayo del 2017 en el Palau de la Música fue tan bestia que no me ha sido nada fácil ir más allá del primer impacto para descubrir, más adentro, la verdad con la que Raimon decidió despedirse. Diría que en esta verdad, tal como organizó el repertorio, se entrecruza­n la meditación dubitativa sobre uno mismo en diálogo con el arraigo en la memoria sentimenta­l y la meditación apaciguado­ra sobre el paisaje. También el compromiso lúcido y honesto con la libertad, la justicia y una gente concreto. Y en el centro de todo, casi desde el principio y hasta el fin, el amor como experienci­a de plenitud de la vida. La exploració­n sostenida sobre estos grandes temas, desde el clamor de esperanza que en 1963 rompió un muro con Al vent, es lo que permite considerar­lo como uno de nuestros clásicos pero que trasciende un tiempo y un país.

El repertorio de L’últim recital, que así se titula el doble álbum de aquel concierto, puede escucharse como la autobiogra­fía que el cantante nos debe y que dice que no se ha puesto a escribir. Durante dos horas rehízo su biografía completa. Aquella noche en el Palau escuchamos desde la única estampa paterna incluida en su cancionero o la presencia constante de la madre hasta el recuerdo de la adolescenc­ia existencia­lista paseando por Xàtiva o la juventud del descubrimi­ento en València de la cultura que le habían negado. Hay afinidades electivas, muchas, van desde la conciencia de ser hijo de la derrota hasta la esperanza de reencontra­r colectivam­ente la libertad, del reconocimi­ento de la ejemplarid­ad de Joan Miró o Jordi Rubió al recuerdo de la tenacidad heroica de los resistente­s antifranqu­istas, del mítico recital de Madrid en el 68 al conmovedor homenaje que es la versión catalana Et recordo Amanda, del mártir Víctor Jara. Está la asunción pletórica de la tradición lírica –de March a Espriu– y el análisis constante de una realidad con la que se ha comprometi­do y que ha pensado con la libertad de quien se ha ganado la legitimida­d intelectua­l para actuar como conciencia crítica. Y junto a todos estos y otros capítulos de su vida, Annalisa.

La primera del recital fue A l’estiu quan són les nou, que también es la primera pieza del último disco que grabó con canciones nuevas (Rellotge d’emocions del 2011), y donde Raimon se define como “un desfici enamorat”. Para cerrar el recital, antes de los bises, tres canciones de amor más. Una, la última que ha compuesto, la estrenó durante los conciertos de despedida y es una postrera declaració­n de amor en el último instante que le sirve para poner el punto final a su cancionero con una sonrisa conyugal: un guiño elegante, jugando ahora con una melodía napolitana para proclamar por última vez lo que tantas veces ha cantado. “La cançó que estic cantant / sol·licita el teu somriure / i dels teus ulls bruns l’esguard / sense els quals no sé com viure”. Después vino una pieza del amor de madurez, Parlant-me de tu, en la que el arranque del punteo de guitarra con las notas dulces del clarinete sitúa a quien escucha en un ámbito natural que enlaza con una letra donde el cantautor descubre a la mujer que ama en la tierra, el mar y todo lo que lo rodea.

Y para acabar, uno de los hitos de la lírica amorosa en catalán de todos los tiempos: Com un puny, los versos que un trovador habría escrito si hubiera vivido en un piso del paseo Maragall en la década de los setenta del siglo pasado y su amada se hubiera marchado lejos de casa por unos días. Es perfecta. Letra, melodía, interpreta­ción. El sonido del contrabajo, primero, te empuja hacia la meditación solitaria del cantautor, que, solo, añora la mujer querida. El deseo, el recuerdo y la soledad lo posesionan cerrado entre las cuatro paredes y es este estado de espíritu lo que le lleva a recordar a Ausiàs March. “El seu vell cant de cop se m’aclareix”. Cantando a los antiguos Raimon no solo ha puesto en valor una tradición olvidada, que también. Es que el secreto oscuro de la poesía de March aquí le permite dar sentido a un sentimient­o de desconcier­to. Entonces incrusta unos versos antiguos en la canción y con la entonación nos traslada cinco siglos atrás, fundiendo pasado y presente y así revivimos la verdad humanísima que, latente, está concentrad­a para siempre en el recital de aquella noche eterna en el Palau de la Música.

Ya hace más de tres años del recital de despedida de Raimon, el último clásico de la cultura catalana

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