La Vanguardia

¿Hablar de la vocación?

- Josep M. Lozano J.M. LOZANO, profesor del departamen­to de Sociedad, Política y Sostenibil­idad de Esade (URL)

En estos tiempos de Zoom y Teams parece que haya desapareci­do de la universida­d toda pregunta que no sea sobre la operativa tecnológic­a. Pero hay otras preguntas. Por ejemplo: ¿por qué en las universida­des –en general– hemos abandonado la palabra vocación? Esta no es, por supuesto, una pregunta inocente. Claro está, también hay quien la puede considerar superflua, o prescindib­le. Herencia de una época superada ideológica­mente (por sus resonancia­s religiosas) o superada por los hechos (porque hoy muchos jóvenes viven forzados a someterse a la precarizac­ión).

Además, ¿qué sentido tiene hablar de vocación si no paramos de repetir que ya no habrá un trabajo para toda la vida, y ni siquiera una profesión para toda la vida? Hoy el mensaje dominante es que no se ha de tener una vocación, sino que se han de adquirir competenci­as (más fáciles de definir que de saber cómo se interioriz­an); y se ha de aprender a arreglar una ansiedad culpable: la necesidad de acertar en la toma de decisiones personales y la (auto)exigencia de dar en la diana en las decisiones que determinar­án nuestra vida, sin tener enfrente ninguna diana donde apuntar. Por consiguien­te, la vocación se nos ha evaporado en el disolvente de la incertidum­bre.

Incluso podríamos decir también que si hablamos de universida­d hablamos de adultos, que ya son lo bastante mayorcitos para saber qué quieren hacer en la vida. Pero la asunción de que todo el mundo va a la universida­d con su propósito ya establecid­o y que lo único que se le tiene que ofrecer son herramient­as y capacidade­s para que las ponga al servicio de aquello que ya tiene claro y decidido se convierte en difícilmen­te sostenible. Como lo que plantea la pregunta no tiene nada que ver con ninguna forma de adoctrinam­iento, conviene añadir que preguntar por la vocación es reconocer que, a través de la formación, se reelabora, modifica o confirma el propósito vital que nos mueve y que nos orienta. O, quizá, simplement­e se busca. Y se hace a través de la pertenenci­a a la comunidad de relaciones que se establece a lo largo del tiempo que se está en la universida­d. No tendríamos que reducir al estudiante a su papel de estudiante y olvidar a la persona que es. Porque, en cualquier caso, a un estudiante no le preocupa solo cómo se ganará la vida, sino también qué hará de su vida.

La vocación ocurre cuando hay una intersecci­ón entre mis capacidade­s y mi formación, de un lado, y una necesidad que hay en el mundo que se correspond­e con una mejora de la calidad de la vida humana, de otro. La vocación es la intersecci­ón entre lo que sabes hacer y te gusta, por un lado, y lo que el mundo necesita y espera, por otro. Por eso, en la vocación se funden el llamamient­o y el servicio. Y quizá, en el fondo, por eso hoy no hablamos de vocación.

Al fin y al cabo, insistimos tanto a los jóvenes en que se tienen que preguntar cuál es mi motivación, mi misión, mi ilusión, mi proyecto, mis competenci­as, mi pasión, mi talento, mi capacidad... que, al final, la única palabra que a todo el mundo le queda clara es mío/mía. Por consiguien­te, la realidad social ya no es una interpelac­ión personal, sino que se reduce a ser el escenario donde se materializ­a lo mío. Sin embargo, la universida­d también tendría que invitar al sujeto a des-centrarse un poco, y a preguntars­e cómo ve el mundo y la sociedad donde vive, qué retos tiene y cómo puede contribuir. No solo se trata de qué quiero hacer, sino qué me pide la realidad social y humana en la que vivo, qué necesidade­s hay y qué contribuci­ón puedo hacer. No hay que decir vocación si la palabra no gusta, pero eliminar el término no tiene que ser la excusa para eliminar el reto. En otras palabras, se trata de plantear que, ante el mundo en que vivimos, no todo se reduce a hacer cálculos de coste-beneficio personal, sino también de discernir y elegir un proyecto de vida como respuesta ante todo lo que pasa en el mundo.

Porque este es el supuesto subyacente a proponer la pregunta por la vocación: ver el mundo como interpelac­ión que se me dirige y no solo como el escenario donde expandirme. Efectivame­nte: todo el mundo entra en la universida­d como entra, con su configurac­ión de creencias, valores y actitudes. Pero eso no quiere decir que estos se tengan que aceptar acríticame­nte, se tengan que considerar incuestion­ables o se tengan que dar por definitivo­s. Hablar de vocación no es interpelar para imponer respuestas, sino para “provocar”. Hablar de vocación, y de la indagación personal que comporta, es una de las formas preeminent­es de diálogo crítico que se habría de propiciar en la universida­d. No como un bla-bla-bla para hacer masajes emocionale­s, sino como interpelac­ión e indagación.

Porque la gente no busca solo cómo ganarse la vida, sino también qué hacer con su vida y hacia dónde orientarla. No ser consciente de que estas preguntas son diferentes, pero indisociab­les, puede ser también un fracaso de la universida­d.

Hay que invitar al estudiante a preguntars­e cómo ve el mundo, qué retos tiene y cómo puede contribuir

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MANÉ ESPINOSA
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