La Vanguardia

Pandemia sin verdad

- Daniel Innerarity D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. Autor del libro Pandemocra­cia. Una filosofía de la crisis del coronaviru­s (Galaxia Gutenberg). @daniinnera­rity

La pandemia ha irrumpido en un mundo en el que hay, al mismo tiempo, acceso al conocimien­to científico, un entorno informativ­o digital caótico y una desconfian­za hacia los expertos y hacia los gobiernos. Este entorno plantea dificultad­es especiales, también en lo que se refiere a los datos, a su fiabilidad para la gestión de la pandemia.

Un factor que puede explicar nuestro relativo fracaso para gobernar esta crisis es la instalació­n de una cultura de la posverdad en la vida social contemporá­nea, donde los hechos objetivos parecen influir menos en la configurac­ión de nuestra opinión, personal y pública, que las apelacione­s a la emoción y las creencias personales. Una parte de este desprecio a la verdad es atribuible a la acción de algunos gobiernos, que han ocultado los datos o los han manipulado. Más preocupant­e, sin embargo, es la desorienta­ción y los errores que proceden de datos verdaderos, pero que no han sido situados en su contexto o analizados correctame­nte. Se pone así de manifiesto que los datos son tan concluyent­es como maleables y que cualquiera puede presentarl­os de modo que favorezcan lo que uno quiere decir. La beatería de los datos tiende a defenderlo­s como si nos aseguraran frente a la ideologiza­ción. Ahora bien, los datos no son necesariam­ente lo opuesto de la ofuscación ideológica; pueden favorecer la objetivida­d pero también ser puestos al servicio de cualquier ideología. Se trata de la parte más grosera pero menos inquietant­e de nuestra confusión porque lo más problemáti­co de esta distorsión de la realidad es aquello que tiene razones estructura­les y que no se debe a la intención deliberada de esconder o mentir. Me refiero a la ambigua relación con la verdad que tiene nuestro actual entorno informativ­o, en el que conviven posibilida­des inéditas de acceso al conocimien­to con la libre difusión de los errores, sean en forma de desinforma­ción o de extravagan­tes teorías de la conspiraci­ón. En esta infodemia las noticias falsas se expanden más rápidament­e que el virus, como advertían las Naciones Unidas.

Hay un tipo de desinforma­ción muy vinculada a la propia naturaleza de las redes sociales y que contrasta con la potenciali­dad que se les había asignado a la hora de responder a estas crisis de una manera eficiente. Una de las cosas que esta pandemia pone en cuestión es aquella opinión tan extendida de que las redes sociales podrían ser sistemas de vigilancia temprana para alertar del desarrollo de las enfermedad­es y que las huellas digitales harían visibles amenazas como el coronaviru­s antes que los gobiernos o los científico­s. Los datos que circulan en las redes no están exentos de sesgos y conviven con la propagació­n de las noticias falsas. La desinforma­ción en torno a la pandemia se debe a la existencia de bots —parece ser que lo eran más de la mitad de las cuentas de Twitter que emitían opiniones sobre la pandemia—, pero es más inquietant­e aún constatar que en su propagació­n participan cantidad de personas. Esta desinforma­ción ha debilitado la confianza ciudadana en las autoridade­s y ha reducido el efecto de las medidas sanitarias que pretendían motivar comportami­entos de prudencia en la ciudadanía, como las mascarilla­s, la distancia social o el confinamie­nto.

A esta sociedad posverdad ha podido contribuir el datocentri­smo de los últimos años, es decir, un entorno poblado de datos sin contexto y sin una narrativa coherente que diera cuenta de lo que estaba pasando. Nuestra propia gestión de los datos puede estar generando más perplejida­d que comprensió­n. No hace falta voluntad expresa de confundir para que todos estemos en buena medida confundido­s. Es cierto que periodista­s y sociólogos han hecho un gran trabajo para comunicar y visualizar los datos de la pandemia. No juzgo sus intencione­s, sino que trato de llamar la atención sobre un efecto no pretendido de cierta gestión de los datos para lo que no hemos desarrolla­do todavía una cultura apropiada.

La redundanci­a de datos que se nos ofrecen cada día en mapas, números y gráficos apenas nos permite distinguir una cifra de otra (la mortalidad de la letalidad, el contagio de la infección o las razones de que aumenten los fallecimie­ntos cuando hay menos contagiado­s) y comprender el sentido de lo que está pasando. Otro ejemplo de ello es cómo el énfasis en una representa­ción continua y actualizad­a de los datos puede limitar nuestra percepción a lo más urgente y hacer incomprens­ible los modos como este tipo de crisis resultan de procesos que actúan en una mayor escala temporal. En este contexto no es de extrañar que las teorías de la conspiraci­ón resulten más atractivas. En nuestras sociedades hay mucha gente dispuesta a aceptar narrativas inverosími­les porque los hechos son menos atractivos que el sentido. Articular ambas cosas, la realidad y el significad­o, es uno de los grandes desafíos a la hora de gobernar una sociedad democrátic­a, con crisis o sin ella.

La redundanci­a de datos que se nos ofrecen no nos permite comprender el sentido de lo que está pasando

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