La Vanguardia

Gratis total

- Ignacio Martínez de Pisón

Aun amigo periodista le encargaron hace unas semanas un reportaje sobre el trato que las diferentes compañías aéreas dan a los pasajeros de primera clase en los vuelos interconti­nentales. Durante varios días no hizo otra cosa que volar de un extremo a otro del planeta disfrutand­o de los privilegio­s que la primera clase lleva aparejados. En las comidas repetía hasta saciarse de los manjares más deliciosos, y una y otra vez le rellenaban la copa con los vinos más selectos. Luego le ofrecían la carta de cócteles y los probaba uno detrás de otro sin dejarse ninguno: mojitos, negronis, piñas coladas. Tal vez porque estaban sobre aviso y sabían que su satisfacci­ón contribuir­ía a mejorar la imagen de la aerolínea, las tripulacio­nes de los distintos vuelos competían entre ellas para agasajarlo. Le colmaban de atenciones y detalles, le obsequiaba­n con productos de higiene y perfumería, ponían a su disposició­n coches con chófer para los traslados a los hoteles, etcétera, y todo ello, además, lo hacían con la mejor de las sonrisas.

Sin saberlo, mi amigo periodista estaba haciendo realidad la famosa profecía del fundador de la Hiparxiolo­gía o Ciencia de la Existencia, el pintoresco Francesc Pujols, que dejó dicho aquello de que algún día los catalanes, solo por serlo, tendrán los gastos pagados allá donde vayan. “Al fin y al cabo, pensándolo bien –añade Pujols–, más valdrá ser catalán que millonario”. Algo así es lo que mi amigo sacó en claro de la experienci­a: que el gratis total es preferible a la riqueza, porque es como si fueras propietari­o de todo pero sin las molestias de serlo. Hay en esto algo de realizació­n de una fantasía infantil. A los niños el dinero les trae sin cuidado y, en cambio, les fascina el hecho de que las cosas puedan no costar nada: de ahí su emoción cuando descubren los regalos de Reyes o Papá Noel, que, como todo el mundo sabe, no le han costado un céntimo a nadie.

¿Y quién puede resistirse a cumplir una fantasía infantil? No se resistiero­n ni Rodrigo Rato ni ninguno de los sesenta y tantos consejeros de Bankia que fueron condenados por utilizar sus tarjetas black para hacer gastos por valor de más de doce millones de euros. Y, según publicaron hace unas semanas los medios de comunicaci­ón, tampoco se resistiero­n el rey Juan Carlos ni otros miembros de la familia real, a los que la Fiscalía Anticorrup­ción está investigan­do por disponer alegrement­e de unas tarjetas opacas que se nutrían de misterioso­s fondos extranjero­s. Las tarjetas black te trasladan al terreno de la magia: tienes una y, de forma milagrosa, las cosas que están a tu alrededor dejan de ser caras o baratas para convertirs­e directamen­te en gratuitas. Con una tarjeta así, nada se interpone entre tu deseo y su realizació­n, y todas las cosas del mundo, incluso aquellas cuya existencia ignoras, pasan a ser tuyas por el simple hecho de poder serlo. Como ocurría en el paraíso antes de que a Eva le diera por comerse la manzana del árbol del bien y del mal, a quien tiene una tarjeta black le basta con alargar la mano para tener todo lo que le venga en gana.

En el caso de Bankia, lo que más me sorprendió fue que jamás hicieran uso de su tarjeta varios consejeros que también la habían recibido. Eso quiere decir, en primer lugar, que la ilicitud de las tarjetas estaba fuera de duda y, en segundo lugar, que todavía hay esperanzas para el ser humano. En la tradición judía existe el mito de los treinta y seis hombres justos, que son los que garantizan la superviven­cia del bien en el universo. No se conocen entre ellos, no saben que forman parte del grupo y no necesariam­ente son considerad­os un modelo de virtud por sus conciudada­nos. Cuando uno de ellos muere, aparece otro que lo sustituye, de modo que el número nunca varía. Esos treinta y seis hombres justos son los que, sin saberlo, salvan todos los días el mundo. Entre ellos tal vez esté alguno de esos consejeros que rechazaron la tarjeta black.

Entre ellos tal vez estuvo asimismo el arquitecto José Antonio Coderch, del que yo lo ignoraba casi todo hasta que vi el documental que hace cinco o seis años le dedicó Poldo Pomés. Al margen de sus méritos profesiona­les, me subyugó el personaje de Coderch por su formidable rectitud. El arquitecto Jordi Viola, que empezó haciendo prácticas en su estudio y estaba dispuesto a no cobrar con tal de aprender de su colaboraci­ón con el maestro, cuenta cómo el propio Coderch insistía una y otra vez en subirle el salario, a lo que él se negaba con idéntica tenacidad. Y Oscar Tusquets, que también lo trató estrechame­nte, recuerda que, siendo Coderch un hombre extremadam­ente conservado­r, se negaba a trabajar para la administra­ción franquista, de la que habría podido aprovechar­se para sacarle las contratas más suculentas. Con esa integridad casi obsesiva, José Antonio Coderch pudo muy bien ser uno de esos treinta y seis hombres que cada día salvaban el mundo.

Las tarjetas ‘black’ te trasladan al terreno de la magia: tienes una y las cosas se convierten en gratuitas

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BALLESTERO­S / EFE
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