La Vanguardia

‘La Traviata’ se impone, a pesar de todo

Menos de 400 personas aplauden en el Liceu un espectácul­o impecable

- Maricel Chavarría Barcelona

Son momentos difíciles pero no imposibles para la cultura. Y el Liceu confirmaba ayer, con el estreno de su magnífica Traviata, que todos los esfuerzos de su personal y de los artistas no son en vano. La ópera sigue siendo ese compendio impresiona­nte de disciplina­s artísticas que consigue emocionar y golpear conciencia­s como ningún otro arte. Y ayer el público se permitió el lujo de llorar, habida cuenta de que el espectador más próximo estaba a una distancia considerab­le.

Pero el Gran Teatre siente que así no puede continuar. La de ayer era una platea desangelad­a, resultado de aplicar el tope de 500 espectador­es decretado por el Govern. Si descontamo­s los 90 abonados que liberaron la entrada –y a los que se devuelve el dinero– más el público que a última hora decidió no venir –acaso porque había que huir de Barcelona en tropel para cumplir con el confinamie­nto perimetral de fin de semana, ese espacio catedralic­io que es el Liceu con un aforo de 2.200 butacas no sumaba anoche ni 400 espectador­es, poco más de un 15%.

“La platea diezmada da una lástima tremenda”, comentaba una espectador­a. “Qué sentido tiene para los artistas que han trabajado meses en este montaje encontrars­e sin apenas público delante –se preguntaba otro–. No se entiende que con esos techos tan altos y esos espacios palaciegos con entradas tan amplias se tema por la seguridad de la gente. La gente aquí nunca se retiran la mascarilla y que apenas conversan entre sí, mientras que en los bares y en los restaurant­es...”

–Es por la movilidad que suponen mil personas –les espetaba su acompañant­e.

–Pero tú no has visto el Passeig de Gràcia que está a tope de gente como cualquier otra Navidad...

Como en la trama de La Traviata la esperanza es lo último que pierde la protagonis­ta moribunda. Y no sería descabella­do hacer una analogía con este montaje del Liceu. Si la situación es esta y no va a cambiar, al

SEIS MINUTOS DE APLAUSOS La audiencia se esfuerza en su caluroso aplauso final, admirada con Kristina Mkhitaryan

teatro no le queda otra que suspender y cerrar. La Navidad continuará en Barcelona sin su buque insignia de la cultura catalana. Será el único teatro de ópera de España cerrado. Al traste con la máxima de que cerrar debería ser siempre la última opción. Más aún cuando los artistas, grandes damnificad­os de la cul

tura en esta pandemia, llevan meses con todos los contratos cancelados. Como dice la megafonía cuando quiere que apaguemos los móviles... “por respeto al público y a los artistas...” habría que encontrar una solución sensata para que el teatro siga abierto.

Y esta Traviata que produjo el Liceu en su día con montaje de David Mcvicar y que en el estreno de ayer defendió un reparto liderado por voces eslavas, demuestra tenerlo todo: una puesta en escena especialme­nte pertinente para poder poner el acento en lo que expresa esta ópera, esto es, la hipocresía de una sociedad que utiliza a una mujer como objeto de lujo y luego no le permite asimilar los valores de esa misma sociedad. Una obra sobra sobre la generosida­d, la de Violetta, la cortesana protagonis­ta, que lo da todo por amor a Alfredo, va perdiendo primero su independen­cia, luego el lujo y finalmente la vida.

El de Mcvicar no es un montaje forzado ni que busque ser chocante pero tiene la habilidad de recrear el mundo de la prostituci­ón de lujo del París del siglo XIX, un mundo turbulento, lúgubre, de decadente suntuosida­d y lujo decrépito, ese “populoso desierto al que llaman París”, como canta Violetta, víctima de ese vació y pobreza tremenda que Mcvicar retrata con hábiles metáforas.

Con su color propio de las voces eslavas, la soprano rusa Kristina Mkhitaryan fue ganando conforme avanzaba la ópera, con esa voz de lírica plena que le favorecía en los pasajes dramáticos... En el aria Addio

del passato hizo además un alarde interpreta­tivo de su personaje, de una honestidad desarmante. Y la acompañaro­n el tenor checo Pavol Breslik y el barítono georgiano George Gagnidze, muy reconocido también en los seis minutos finales de aplausos que dedicó un audiencia rala pero calurosa, esforzada para suplir la ausencia de público.

Aún dos, tres y cuatro siglos después, la ópera, ese compendio de disciplina­s artísticas, logra como ningún otro arte que el público se contemple desde fuera. Su poder en este sentido es tal que tanto el Real como el Liceu han tenido cuidado a la hora de recrear el trágico final de Violetta, tísica, ahogándose. El paralelism­o con la terrible realidad del coronaviru­s hizo que la Violetta del Real muriera caminando hacia la luz, mientras que en el Liceu –ya lo verán– se abandona en brazos de Alfredo de un modo menos estertóreo de lo que puede ser habitual.

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ANTONI BOFILL Voces eslavas. La soprano rusa Kristina Mkhitaryan, en primer plano, interpelad­a en el primer acto por su amado Alfredo, el tenor checo Pavol Breslik, cuyo padre censor interpretó el barítono georgiano George Gagnidze

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