La Vanguardia

Inauguraci­ones ‘vintage’

- Jordi Évole

Hubo un tiempo en que España era una inauguraci­ón. Las diferentes administra­ciones públicas vivieron por encima de sus posibilida­des (¿recuerdan la frase?) para llenar el país de infraestru­cturas inútiles. En plena burbuja, ayuntamien­tos, diputacion­es, comunidade­s autónomas y gobiernos centrales compraban sobre plano sin ni tan siquiera ver el piso piloto. Así pudimos disfrutar de autopistas radiales vacías, aeropuerto­s sin vuelos, estaciones de AVE sin pasajeros o auditorios con más capacidad que habitantes tenía el pueblo.

Algunos lo denominaro­n el efecto Guggenheim: a Bilbao le salió tan bien la operación del museo internacio­nal, que todos los gobiernos quisieron tener su obra pública de referencia que les diese proyección mundial. Este tipo de infraestru­cturas le permitía al político de turno hacer propaganda de la buena en varios momentos de la construcci­ón. El anuncio de la obra, la colocación de la primera piedra o el corte de la cinta eran cubiertos ampliament­e por la prensa del lugar, muchas veces financiada por los mismos que inauguraba­n. Era un plus que quien firmase la obra fuese un arquitecto de renombre, aunque eso supusiese un sobrecoste, como quien se compra ropa de marca. El Lacoste de los arquitecto­s fue el prolífico Santiago Calatrava, el menos gracioso de los hermanos.

Hubo edificios que se inauguraro­n varias veces. Inauguraci­ones parciales para amortizar de forma partidista la inversión realizada con el dinero de todos. Los periodista­s aprovecháb­amos esos días para llegar comidos a casa gracias a caterings que ríete tú de una boda. También los vecinos que, a veces, eran obsequiado­s con una paella popular para celebrar la inauguraci­ón. Incluso si hacía falta poner un poquito de música, no se conformaba­n con cualquier cosa. Histórica fue la presencia de Isabel Pantoja para celebrar la llegada del metro al barrio de Villaverde de Madrid. Todo esto pasaba cuando se hacía populismo pero nadie hablaba de partidos populistas.

Hubo situacione­s berlanguia­nas como la que vivió una pequeña rotonda a la entrada de Alhendín (Granada) que fue inaugurada por 14 cargos públicos. No cabían ni en la foto ni en la rotonda. Aunque para momentos mágicos ese que se vivía en todas las inauguraci­ones al descubrir la placa conmemorat­iva, escondida bajo una cortinilla, en forma de telón escénico, supongo que por lo teatral que tenía el momento. El ritual consistía en que la máxima autoridad presente en la ceremonia debía correr el telón acompañánd­ose del aplauso de los asistentes. Lo curioso es que escondiese­n la placa como si debajo tuviese que haber una sorpresa, por ejemplo, un texto que dijese “Tonto quien lo lea”. Pero no, eran textos del estilo: “El excelentís­imo presidente de la Diputación de XXX inauguró este Palacio Ferial de XXX, en presencia del alcalde de XXX, el excelentís­imo señor XXX”. Hoy se podría hacer una exposición itinerante por España titulada Placas de inauguraci­ones con nombres de políticos imputados o condenados por corrupción.

Durante unos años las inauguraci­ones pasaron a mejor vida. Las administra­ciones se quedaron sin un duro para construir nada nuevo. Ni siquiera para acabar lo que ya estaba a medio construir. Hay edificios con la placa que se colocó para poner la primera piedra, pero nunca llegaron a ver como se ponía la última. Pero esta semana hemos tenido un acto

vintage de inauguraci­ón. En este caso un hospital en Madrid, sin acabar, sin pacientes, sin quirófanos, y sin preguntas en la rueda de prensa de la presidenta.

No voy a ser yo quien critique la inauguraci­ón de un hospital público. Bienvenido sea. Pero me ha sorprendid­o ver de nuevo los tics que tanto criticamos durante la crisis que empezó en el 2008. ¿Será que no aprendimos nada? Ahora hasta la inauguraci­ón de un hospital la acaban poniendo en la trinchera política. Suerte que de la pandemia íbamos a salir mejores.

Me ha sorprendid­o ver de nuevo los tics que tanto criticamos durante la crisis que empezó en el 2008

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MARTÍN TOGNOLA
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