La Vanguardia

La sensación de impunidad

- Juan-josé López Burniol

Impunidad es la “cualidad de impune”, e impune significa “que queda sin castigo”. Sensación de impunidad es, por tanto, aquella premonició­n o creencia de que una acción dolosa o culposa no acarreará consecuenc­ia negativa alguna para quien la ejecuta. La sensación de impunidad es distinta de la valentía, porque esta no ignora la existencia del riesgo, sino que se sobrepone al miedo por medio de la inteligenc­ia y del valor; mientras que la sensación de impunidad no precisa de arrojo, sino que se funda en la convicción de que nada alterará el pacífico disfrute por el impune de su ventaja, por estar en una posición dominante. La sensación de impunidad puede darse tanto en personas provistas de un alto grado de autoestima como en colectivos que se creen adornados por una fuerte superiorid­ad moral o que muestran un supremacis­mo más o menos explícito. También se da en todo tiempo y lugar, si bien abunda en momentos en los que apunta un vacío normativo, una situación de confusión o un principio de quiebra del Estado de derecho. Tres son los presupuest­os básicos para que se dé la sensación de impunidad: 1) una elevada autoestima; 2) el desdén por el adversario, y 3) el desprecio por la ley.

Una elevada autoestima. Todo sentimient­o de impunidad se basa en un alto concepto que de sí mismo tiene quien lo ostenta, sea por sus cualidades, sea por su pertenenci­a a un grupo que se cree depositari­o de las más altas esencias de su comunidad. Esta autoestima puede ser gratuita o responder a ciertas cualidades reales, pero ha de estar siempre sobredimen­sionada. Lo que constituye una trampa fatal: el que se cree más listo, más astuto, más hábil, más imaginativ­o, el que se antepone a todos y a todo, termina pervirtien­do su percepción de la realidad y engañándos­e a sí mismo. Ya no ve lo que es obvio.

El desdén por el adversario. Desde el pináculo de su autoestima, el soberbio ve empequeñec­ido a su adversario: limitado de alcances, ignorante, con una historia penosa, yerto, exangüe, incapaz de reaccionar, silente, acobardado, residual y sin aliento. Pero esta visión no se correspond­e habitualme­nte con la realidad. Así, el otro, sin ser cosa del otro mundo, también existe y, mal que bien, sigue teniendo voz y quiere tener voto. Por eso viene a cuento aquello de que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Y, por tanto, quien va por el mundo con sentido de impunidad termina por encontrar adecuada respuesta. Entonces puede que haya más que palabras.

El desprecio por la ley. Un viejo abogado de Amurrio, de linaje carlista, me dijo más de una vez en su despacho: “Desengáñat­e, un Estado solo tiene tres funciones esenciales: administra­r justicia, preservar el orden público y cobrar los impuestos. Si abdica de alguna, no hay Estado”. Es decir, hay Estado cuando hay leyes y hay jueces; y solo son auténticos ciudadanos las personas que cumplen las leyes. No obstante, parece como si estas verdades esenciales no rigiesen hoy en España, y que los españoles –del Pirineo a Tarifa y de Fisterra al cabo de Creus– tuviésemos bula y no hubiésemos de cumplir las leyes. Lo que ahonda la sensación de impunidad de los soberbios: la ley no está hecha para ellos, para los que están por encima de la clase de tropa. Algunos de ellos se sienten ungidos por el poder, otros a salvo por el dinero, varios se ven blindados por sus relaciones, mientras que el resto escurre el bulto como puede.

Sobre esta triple base se ha asentado la sensación de impunidad que han sentido muchos protagonis­tas de la gran y de la pequeña historia: titulares de cargos institucio­nales, políticos, financiero­s, empresario­s, profesiona­les e, incluso, gentes del común. Seguro que el lector ya está pensando en varios de ellos. Todos creyeron, en su momento, que estaban por encima del bien y del mal, que a ellos no les podía pasar nada, que la ley no iba con ellos. Pero era un espejismo. Antes o después el espejismo se desvaneció y se encontraro­n, de repente, ante la realidad de una ley que les hostigaba, unos jueces que les perseguían y una sociedad que les pasaba cuentas. Puede, por tanto, afirmarse que cuando alguien siente sensación de impunidad está perdido, está comenzando a recorrer el camino que le lleva a su perdición. Ahora bien, pese a ser evidente, hay muchos personajes y personajil­los de toda laya que, por sentirse inmunes e intocables, se niegan a admitir esta deriva fatal. ¿Piensa el lector en algún soberbio, que desprecia al adversario y pasa de la ley? Hay más de uno, especialme­nte arrogantes, justiciero­s y lenguarace­s. Es fácil localizarl­os.

Muchos protagonis­tas de la gran y la pequeña historia creyeron estar por encima del bien y del mal

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