La Vanguardia

Polillas

- Arturo San Agustín

No es necesario tener un amigo o un familiar en la uci por culpa del coronaviru­s para abominar de tanto ciudadano irresponsa­ble que estos días próximos a Navidad se aglomera en nuestras vías más comerciale­s. Porque una cosa es salir a la calle y otro muy distinta aglomerars­e, amontonars­e en ella. Sin ánimo de ofender a las polillas y en relación con las luces nocturnas navideñas todos nos comportamo­s como algunas de ellas, que se sobrecalie­ntan y sucumben en las farolas del alumbrado público muchas veces víctimas también de sus depredador­es.

Nos han encendido las luces de Navidad y estamos, pues, sucumbiend­o ante ellas. Incluso en Barcelona. Aquí, de los primeros tiempos navideños con alcaldesa, que eran lumínicame­nte casi soviéticos, casi comunistas, oscuros y tristes, hemos pasado a una inesperada exhibición de luminarias. Exhibición que, sin ser la locura malagueña de la calle Larios, de la calle Preciados de Madrid o de ese Vigo exageradam­ente iluminado, apuesta anual de su parlero alcalde Abel Caballero, ha sido una sorpresa.

No tengo nada en contra de las luces navideñas. Y mucho menos este año, que es el primero del coronaviru­s. La luz nos atrae y durante estos días de villancico­s y de algunos anuncios televisivo­s con familia, que parecen empeñados en querer ignorar el coronaviru­s, nos comportamo­s como determinad­as polillas. Quizá es que somos esos insectos y no lo sabemos. Mucha pretensión y la realidad es que solo somos

En Barcelona hemos pasado de una época lumínicame­nte casi soviética a una inesperada exhibición de luminarias

polillas. Aunque habría que distinguir. Los artistas, deportista­s, modelos, escritores y algunos periodista­s somos, así lo acabo de decidir, polillas atraídas por la luz artificial. Mucho gesto y figura, pero solo somos eso: polillas.

Yo creo que, por ejemplo, Joan Laporta, que ha regresado aparenteme­nte manso, es, también, una polilla atraída por la luz de las farolas del alumbrado público. Porque el Barça, más allá de los negocios y las políticas, también subterráne­as, es una gran farola. A Laporta lo incluiría, pues, en las polillas que podríamos llamar de la luz y no en las que arruinan los tejidos y que, popularmen­te, llamamos polillas de la ropa, familia a la que pertenecen casi todos los políticos.

La aparenteme­nte altiva Laura Borràs, la de los bolsos, y el no menos altivo Pablo Iglesias, que ya muerde la mano de quien le dio de comer, es decir, del colega Antonio García Ferreras, son, pues, polillas de la ropa. Como el imposible y siempre previsible Gabriel Rufián. Como el mortífero Pedro Sánchez, el emboscado Miquel Iceta o la oportunist­a alcaldesa Ada Colau, que en sus inicios, los artísticos, fue polilla de la luz. También Pablo Casado, pese a su aspecto de yerno educado, devoto de misa de doce, es polilla de la ropa. Como esos astutos parlamenta­rios vascos, modelo Aitor Esteban, que venden seriedad y austeridad para disimular sus trapicheos políticos. Como Iván Espinosa de los Monteros, apellido que uno siempre asocia con cotos de caza y algún gamo abatido.

Polillas, solo polillas. Todos somos polillas.

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