La Vanguardia

Consentir, ¿desde dónde?

- Màrius Serra

La gente de teatro hace un uso fascinante de la preposició­n desde seguida por el adverbio dónde. Desde dónde remite a un lugar físico pero en lenguaje teatral toma el sentido figurado de una estado de ánimo, de modo que el espacio pasa del exterior al interior del intérprete. En literatura esta locución adverbial también es capital para la viabilidad de un texto. Solemos hablar de punto de vista para referirnos a la voz del narrador, pero añadir desde dónde nos habla es un matiz nada banal. Todas estas considerac­iones me asaltan mientras leo, de un tirón, El consentimi­ento de Vanessa Springora (Lumen), un relato autobiográ­fico centrado en la peculiar relación amorosa que la autora tuvo con el escritor Gabriel Matzneff, hoy octogenari­o, reducido en el texto a sus iniciales. Tras publicar diversas novelas y ensayos, Matzneff se hizo popular en 1974 con Les moins de seize ans, donde teorizaba sobre las relaciones amorosas con adolescent­es y evocaba las que había tenido con chicos de doce años. La sociedad literaria de la época le endiosó y ha ido celebrando cada uno de los doce diarios íntimos que luego ha escrito sobre sus relaciones pedófilas con adolescent­es vírgenes. Cuando Matzneff tenía cincuenta años sedujo a Vanessa Springora, que entonces tenía catorce y se enamoró de él. El consentimi­ento relata los dos años largos de esta relación tan desigual 50/14, explicada por la menor treinta años después de los hechos, y ya ha provocado que Gallimard retire los libros de Matzneff.

Lo más importante del libro, además de lo que explica, es desde donde lo explica. La voz desposeída que se recupera años después para exponer la más sutil de las dominacion­es, la que el poderoso ejerce sobre una persona convencida de su amor: “¿Y cómo podría ser malo, si es la persona que amo?” Las circunstan­cias familiares de aquella Vanessa de catorce años se ven

La más sutil de las dominacion­es es la que el poderoso ejerce sobre alguien convencido de su amor

agravadas por “un ambiente cultural y una época indulgente­s”. Matzneff promueve manifiesto­s a favor de la despenaliz­ación de las relaciones sexuales entre menores y adultos que reciben el apoyo de la élite intelectua­l (Aragonbart­hes-beauvoir-deleuze-glucksmann­sartre), Pivot le invita a sus programas y todo el mundo le ríe las gracias. Cioran le dice literalmen­te que es muy afortunada por estar al lado del gran hombre. Treinta años más tarde, Springora nos lo hace mirar des del lugar de la víctima. Los abusones como Matzneff no usan la musculatur­a sino las circunvolu­ciones cerebrales, pero son tan depredador­es como los violadores de callejón. El ascensor cultural les genera un espacio de impunidad que comparten con monarcas, jerarcas o potentados. Según Springora, desde la distancia de los treinta años transcurri­dos, “aparte de los artistas, casi sólo los sacerdotes gozan de tal impunidad”. La vergüenza del abusado, más aún si el abuso fue mediante engaño sentimenta­l, suele silenciar su voz. Escribirlo, dice Vanessa Springora, es “volver a ser el sujeto de mi propia historia. Una historia que me habían robado hace tiempo”.

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