La Vanguardia

Una ‘primavera’ latente

Pese a la guerra y la represión, los activistas velan el sueño de Buazizi

- GEMMA SAURA

Fue un acto de desesperac­ión que acabó torciendo el rumbo de una región entera, la vida de millones de personas. El 17 de diciembre del 2010, el jueves se cumplieron diez años, un joven tunecino llamado Mohamed Buazizi se inmoló en la pequeña ciudad de Sidi Buzid sin poder imaginar que no era solo su cuerpo lo que incendiaba sino todo el mundo árabe.

Aquel día la policía le había intervenid­o las básculas y la mercancía con las que subsistía como vendedor ambulante de fruta y verdura. No tenía licencia porque no ganaba suficiente para sobornar al funcionari­o que la expedía, y aquel día aciago no pudo o no quiso pagar a los policías de calle para que hiciesen la vista gorda.

Murió sin saber que su suicidio había liberado una rabia nunca vista en Túnez contra la podredumbr­e del régimen de Zin el Abidin ben Ali, que parecía intocable tras 23 años en el poder. Diez días después de la muerte del vendedor ambulante, Ben Ali se convertía en el primer dictador árabe –le seguirían otros tres– derrocado por la calle, mientras las protestas saltaban, una a una, a Egipto, Bahréin, Libia, Yemen y Siria.

“Buazizi tuvo la suerte, o la desdicha, de entrar en la historia, de que la revuelta esté para siempre ligada a su nombre, aunque dudo que él tuviese nada de eso en mente. Fueron los blogueros quienes dieron una dimensión mítica a su figura, quienes difundiero­n su historia a través de internet y construyer­on el símbolo”, apunta Sadok ben

Mhenni, veterano activista de izquierda encarcelad­o por Burguiba y padre de la joven bloguera Lila ben Mhenni, fallecida este enero.

Que hubo algo de construcci­ón es evidente. Buazizi no era el primero que se quemaba, de hecho pocas semanas antes había habido otro caso, recuerda Ben Mhenni. Y también hay serias dudas de que fuera cierto lo que se contó entonces de que una funcionari­a le había abofeteado, humillándo­le y precipitan­do el fatal desenlace.

Aderezada o no, la historia de Buazizi tocó la fibra de los árabes, que vieron en ella un espejo de la corrupción, injusticia y opresión

UN VENDEDOR AMBULANTE “Buazizi no pensaba en una revuelta –dice Ben Mhenni–. Los blogueros construyer­on el mito”

que soportaban a diario. “Evidenció que el contrato entre los regímenes árabes y sus sociedades estaba roto –dice el egipcio Georges Fahmi, investigad­or del Instituto Universita­rio Europeo de Florencia–. Se basaba en dos elementos. Uno: mientras no te metas en política, estás a salvo. Dos: a cambio de renunciar a tus derechos políticos, tus derechos socioeconó­micos estarán garantizad­os. Pero Buazizi, que a duras penas podía sobrevivir, no era un activista e incluso así fue maltratado por la policía. Su caso mostró que ya no estabas a salvo de la represión aunque no te metieses en política y que el Estado había renunciado a sus deberes socioeconó­micos con la población”.

Han pasado diez años y de la primavera que anunció Buazizi solo queda en pie una única flor: la democracia en Túnez. La fugaz transición en Egipto quedó sepultada por el golpe militar de Abdul Fatah al Sisi, que explotó la brecha entre islamistas y laicos para instaurar un régimen más represivo que el de Mubarak y modificó la Constituci­ón para mandar hasta el 2034. Mientras, Siria, Libia y Yemen son países devastados por la guerra.

Tampoco hay vergel económico. En ningún país las condicione­s de vida han mejorado, ni en Túnez. “La libertad está bien, pero la revolución nos ha traído miseria”, decía una mujer hace tres años en Sfax, ciudad industrial, en un nuevo barrio sin asfaltar levantado por familias llegadas en busca de empleo. El crecimient­o económico se ha reducido a más de la mitad desde el 2010, y el paro se ceba entre los jóvenes, el

UNA ÚNICA FLOR

Solo Túnez ha logrado la democracia, pero la situación económica se ha agravado

EL LEGADO DE LA ‘PRIMAVERA’ La experienci­a colectiva cambió a los árabes para siempre, coinciden los activistas

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RIADH DRIDI / AP Dos hombres pasan junto a una pintada en Sidi Buzid, la pequeña ciudad tunecina donde hace diez años Mohamed Buazizi se inmoló por desesperac­ión

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