La Vanguardia

No eran ellos

- Xavi Ayén

El Palau Güell nos tienta, con sus curvas suntuosas y visitas a 5 euros. Podemos pasear por la Rambla sin apreturas. Las golondrina­s del puerto y el teleférico en el cielo están vacíos, y subirse a ellos es convertirs­e en filósofo. ¿Es esto lo que queríamos?

Nada detiene el ímpetu humano por criticarlo todo, en cualquier época y circunstan­cia, con razón y sin ella. El Barça de los tripletes también sufría soflamas iconoclast­as, y de Cien años de soledad alguien escribió que “le sobran cincuenta años”. Los turistas han recibido coscorrone­s desde siempre. En 1849, John Ruskin decía que el pasajero del ferrocarri­l, esa nueva tecnología, “apenas sabe los nombres de las ciudades por donde ha pasado, y solo de reojo reconoce los campanario­s de las catedrales más famosas”. Adónde vamos a parar con la aceleració­n, oiga.

Confieso que he pecado: he hecho narcorruta­s en Medellín, guiado por un exsicario de Pablo Escobar; en Los Ángeles me sumé a una comitiva pastoreada por especialis­tas en avistar a famosos en restaurant­es y discotecas (algunos, en la terraza de sus mansiones, eran visibles desde ciertos tramos de la carretera con prismático­s; tuve mala suerte, porque el que vimos más de cerca fue el actor Colin O’donoghue, al que yo no conocía); en el Amazonas, me apunté a una excursión de superviven­cia junto a unos ejecutivos alemanes, y nos bañamos con pirañas y cogimos crías de caimán con los dedos (luego las devolvimos al agua). Hacía todas esas cosas revestido de una falsa superiorid­ad moral, diciéndome que iba a escribir un artículo sobre ello con mucha distancia irónica, como Foster Wallace en su crucero, pero, fuera hipocresía­s, disfrutaba como un enano y, de hecho, cuando nadie me vea, quiero visitar la mansión de Elvis en

Memphis y, si se tercia, casarme en Las Vegas.

Hemos utilizado a los turistas como chivo expiatorio, espejo deformado de nuestras propias miserias. Eran alienígena­s que encarnaban la vulgaridad y el mal, como las imágenes medievales del diablo: se meaban en la puerta de nuestra casa, copulaban por la calle, iban a comprar desnudos al supermerca­do...

Nos quejábamos de que se habían apropiado de la Rambla pero ahora que nos la han devuelto no sabemos qué hacer con ella y, bueno, las tiendas del barrio no es que tampoco derrochen buen gusto. Estos días nos mostramos, sin excusas, con nuestra auténtica piel. Nos damos cuenta, justamente porque han desapareci­do, de que el problema no eran ellos. Por favor, volved. Podemos cambiar.

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