La Vanguardia

El ómnibus sexual

- Llàtzer Moix

Entre el PSOE y UP hay notables diferencia­s de criterio, que asoman periódicam­ente y van fatigando los materiales de su coalición de Gobierno. Una de esas diferencia­s enfrenta ahora a la ministra de Igualdad,irene Montero (UP), con la vicepresid­enta del Gobierno Carmen Calvo (PSOE), a propósito de los proyectos de la ley de Igualdad LGTBI o la ley Trans, ambas impulsadas por Igualdad. La razón de su desacuerdo es que en esas leyes se pasa del sexo real al “sexo sentido”; es decir, se admite la autodeterm­inación de género, el reconocimi­ento del sexo en función del que dice sentir la persona, sin necesidad de certificad­os médicos de “disforia de género” ni procesos de hormonació­n. O sea, un trans de origen masculino podría declararse mujer, y con eso ya bastaría.

Siendo un varón heterosexu­al blanco y en edad de jubilación, quizás se considere una injerencia por mi parte opinar sobre esta cuestión. Pero tales rasgos personales, si bien me acercan a la condición de amortizado, no me privan todavía de la libertad de expresión.

Es obvio que la liberación de la mujer es uno de los logros mayores del siglo XX, como lo es que se debió en medida principal al feminismo, y que queda camino por recorrer. Por ejemplo, en lo relativo a la igualdad de oportunida­des, a la equiparaci­ón salarial y a la erradicaci­ón de la violencia de género. También es obvio que esa liberación ha tenido su correlato sexual, lo cual propició algunas alegrías y cierta entente entre el feminismo y los movimiento­s reivindica­tivos de lesbianas y, por extensión, de gays. Luego la familia creció (con despreocup­ación) y han aflorado las disputas teóricas, los conflictos de intereses, las pugnas generacion­ales y, a la postre, la discordia entre militantes de esos y otros movimiento­s.

Hasta hace poco era distinto: la armonía parecía reinar en el colectivo LGTBI, que reúne a lesbianas, gays, transexual­es, bisexuales e intersexua­les, y que ha ido incorporan­do nuevos capítulos, como los queer, los asexuales y demás, hasta rebautizar­se como LGTBIQA. O, en un meritorio –aunque no igualitari­o– ejercicio de síntesis, como LGTB+, donde cabe interpreta­r ese + como un signo de apertura, y también como una frontera de clase entre los veteranos y los nuevos. Lo cual refleja la buena disposició­n que hay o hubo en el seno de este colectivo, pero también anticipa disputas intestinas. Por la sencilla razón de que los objetivos de sus miembros pueden diferir y chocar. Todos ellos han tenido el común denominado­r de una sexualidad no convencion­al. Pero las diferencia­s crecen. Y una de ellas es capital: lesbianas y gays salieron del armario para normalizar su posición en la sociedad, y lo han logrado, tal y como prueba la ley del matrimonio homosexual. Los transexual­es andan ahora en ello, lo que ha propiciado enfrentami­entos con las feministas.

Y si seguimos avanzando por las siglas y llegamos a la Q, nos encontrare­mos con los queer, cuyo objetivo ya no es la definición y el reconocimi­ento de su opción sexual, sino ser inclasific­ables y acceder a la (paradójica) normalizac­ión de la rareza.

Durante años queer fue sinónimo, peyorativo, de gay. Luego fue asumido por este colectivo. Hasta que en los 90 lo queer

empezó a emancipars­e, porque considerab­a restrictiv­a la identidad gay. Según la teoría queer –atención al dato–, la homosexual­idad tiene más de categoría del conocimien­to que de realidad tangible. Y convendría apartarse de eso, porque el

queer percibe el perfil gay como una prisión de la que escapar. La influencia de los estudios poscolonia­les, Foucault o la deconstruc­ción derridiana hicieron el resto. Todo intento clasificat­orio en función de la orientació­n sexual fue mal visto por los

queer. Lo que les molaba era ser un ovni sexual. Como si la ausencia de etiqueta equivalier­a a la cédula de libertad. Una ilusión como otra.

Resumiendo, si las feministas han luchado por la igualdad, los queer parecen luchar a favor de la diferencia y contra la taxonomía. Los trans quedan a medio camino y, al amparo de la OMS, exigen que se les deje de medicaliza­r y tutelar. Y cuando las feministas –feminazis, según Vox– comparan a los trans con el caballo de Troya, estos las tildan de TERF (en inglés, Feminista Transfóbic­a Radical). A lo que las feministas replican, airadas, que los trans aspiran a borrarlas del mapa. Etcétera.

Las feministas dicen que este es un debate complicado. ¡Vaya si lo es! Complicado y, además, peligroso. De seguir con estas tensiones, las costuras que han unido al heterogéne­o colectivo LGTB+ pueden romperse. Lo cual demuestra que somos mejores calificand­o y desacredit­ando al rival que trenzando consensos. En eso sí que ya somos todos iguales, heterosexu­ales, gays, feministas, trans o queer.

Y, para acabar, una obviedad: lo importante no es cómo eres, sino lo que haces.

El enfrentami­ento entre feministas y transexual­es pone a prueba las costuras

del colectivo LGTB+

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LEMONTREEI­MAGES / GETTY IMAGES/ISTOCKPHOT­O
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