La Vanguardia

Lo que el virus debería llevarse

Por culpa de la pandemia, millones de personas tendrán que cambiar su modo de ganarse la vida. Sería el momento de facilitar la reconversi­ón laboral de quienes se dedican a la prostituci­ón.

- @miquelmoli­na / mmolina@lavanguard­ia.es Miquel Molina

Amics de la Rambla eligió hace unos días a los ramblistas de honor de este 2020. Los galardonad­os –el artista Jaume Plensa, el CAP del Barri Gòtic y las payesas de la Boqueria– representa­n la cultura, la salud pública y el comercio, sectores en las antípodas de los referentes que durante décadas definieron la Rambla como un espacio decaído y canalla.

En su discurso, nada protocolar­io, el presidente de la asociación, Fermí Villar, aludió al drama que ha marcado durante décadas el pulso del paseo, sobre todo al caer la noche. Se refirió concretame­nte al hecho de que se siga permitiend­o que en sus aceras “malvivan mujeres obligadas a prostituir­se”.

Aunque es evidente que la Covid-19 ha asestado un duro golpe al negocio de la prostituci­ón, todavía comparecen en la Rambla chicas de origen africano que son forzadas por mafiosos a alquilar su cuerpo. A ellas se refería Fermí Villar.

Sería muy ingenuo pensar que la pandemia va a acabar con la prostituci­ón. La historia nos enseña que después de cada calamidad como esta no solo no ha disminuido el alquiler de sexo, sino que se ha disparado. Se acentúa la precarieda­d y el comercio sexual aparece como una alternativ­a económica a los empleos perdidos.

Pero nunca como antes ha sido más evidente que el negocio de la prostituci­ón está concentrad­o mayoritari­amente en manos de mafias organizada­s. Prostituci­ón ha habido siempre y proxenetis­mo también, pero es incuestion­able que ahora los explotador­es pueden ejercer un control más eficaz sobre sus esclavas, amenazando a sus familias en sus lugares de origen. Ya nadie niega que la prostituci­ón por libre elección y autogestio­nada es muy minoritari­a. La mayoría de las prostituta­s están bajo el control de un red criminal.

Una estrategia para afrontar este drama es promover, precisamen­te, que las prostituta­s puedan dotarse de esos mecanismos de autogestió­n que les permitan realizar esta actividad sin rendir cuentas a mafiosos. Se trata de una vía explorada en países como Alemania, y que agrada a una parte del feminismo, más mayoritari­a en organizaci­ones como Unidas Podemos o Bcomú que en las filas socialista­s, donde predomina el abolicioni­smo.

Pero, más allá del debate de fondo, esta opción regulacion­ista plantea hoy incluso más dudas que antes. ¿Qué sentido tiene invertir tiempo y dinero –ahora tan escasos– en construir un entramado legal, empresaria­l y asistencia­l para promover el regreso en la post pandemia de una actividad que se basa en el tráfico de seres humanos? Un actividad con efectos colaterale­s perversos, porque regulariza­r contribuye a blanquear a delincuent­es y también a fomentar la creencia colectiva de que el cuerpo de una mujer es un género en venta, una parada más en una noche de juerga entre amigotes, una commodity al servicio de una supuesta incontinen­cia masculina.

¿Por qué no invertir esos recursos en planes ambiciosos de formación e inserción de las prostituid­as en el mercado laboral, en paralelo al impulso de políticas abolicioni­stas? La pandemia aún va a durar y, con ella, la distancia social, que imposibili­ta el comercio sexual. Prostituir es, a corto y medio plazo, una actividad sin futuro. La triste excepción son las mujeres que incluso ahora se ven obligadas a ejercer por redes criminales que siguen operando en ciudades como Barcelona.

Millones de trabajador­es y trabajador­as de todo el mundo van a tener que cambiar de oficio por culpa de la pandemia. Sea porque el precipitad­o proceso de digitaliza­ción ha dejado muchos empleos obsoletos, sea porque la normalidad en el sector servicios va a tardar años en recuperars­e, el hecho es que muchas personas no van a poder ganarse la vida como lo hacían antes. Se verán en la obligación de adaptarse al cambio, como ha pasado siempre en la medida en que la tecnología ha ido dejando empleos en la cuneta. Las prostituta­s deberían contarse entre ellas.

¿A quién interesa perpetuar esta actividad? ¿Por qué seguir remando contra la evolución de los tiempos? La prostituci­ón debería ser considerad­a una práctica obsoleta. Como se decía, tras la pandemia de 1918 volvió con más fuerza, pero entonces eran minoría quienes preconizab­an la igualdad entre hombres y mujeres y los traficante­s no se habían globalizad­o para ser aún más eficaces. Además, ya que hablamos de la tecnología como motor de cambio, hace un siglo no existían las aplicacion­es que tanto han facilitado las relaciones consentida­s entre personas libres.

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ÀLEX GARCIA / ARCHIVO Una joven nigeriana que escapó de una red que la explotaba, en el 2017
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