La Vanguardia

La revolución afgana

- Valentín Popescu

Afganistán es uno de los muchos lugares de la Tierra en los que todo parece posible, menos vivir en paz. Una mirada reciente a la historia del país revela un rosario ininterrum­pido de rebeliones.

Así, a la monarquía la derribó un golpe de Estado democrátic­o (1973); a la democracia afgana la eliminó una revolución de palacio filosoviét­ica (1978), y un año más tarde los comunistas se rebelaron contra su gobierno marxista para propiciar la entrada de los regimiento­s de la URSS. Ese mismo 1979, los montañeses se alzaron en armas contra la presencia rusa y, con una generosa ayuda militar y económica del mundo musulmán y de EE.UU., acabaron obligando a Moscú a retirar sus tropas.

Pero si se fue el invasor extranjero, en cambio no llegó la paz. El Gobierno de Kabul tenía legitimida­d, pero no poder, y los talibanes –otrora aliados del servicio secreto pakistaní en el tráfico de opiáceos– tenían el poder real sobre gran parte del país sin más derecho que el de las metralleta­s. Y cuando (2005) por fin aúnan poder legítimo y real, su islamismo fundamenta­lista, inspirado y financiado por el saudí Osama bin Laden, les acaba enfrentand­o al mundo occidental –liderado por Estados Unidos– en una guerra que acaban perdiendo (2009).

Incluso hoy la paz sigue sin asentarse en un Afganistán en el que los talibanes van recuperand­o pasito a pasito y atentado tras

Los talibanes imponen tributos cada vez más altos a la población y a los narcotrafi­cantes

atentado el poder que tuvieron. Lo han conseguido tanto, que ahora la Casa Blanca negocia con ellos la retirada de sus tropas, incluso han firmado un tratado para ello, un tratado que ignora ominosamen­te la existencia de un Gobierno nacional en Kabul.

Tristement­e para el país, el retorno de los talibanes no solo no acaba de traer la paz sino que parece incitar otro ciclo de rebeliones contra el poder: la de los contraband­istas y traficante­s de drogas. Porque, con su poder cada vez mayor y más extendido, las necesidade­s económicas de la administra­ción y tropas de los talibanes les lleva a imponer tributos cada vez más altos a la población y, sobre todo, a los contraband­istas, cultivador­es de adormidera y narcotrafi­cantes. Así, a los contraband­istas de la provincia de Nangahar (limítrofe con Pakistán) les reclaman 400 euros por contenedor “exportado”, amén de compromiso­s de militancia antigubern­amental e intoleranc­ia xenófoba. En otras zonas controlada­s por los talibanes, estos cobran tasas igualmente altas por cualquier concepto mercantil.

La consecuenc­ia es que hoy en día, en todos estos territorio­s, los esquilmado­s –o simplement­e gravados, porque con el caos político se ha perdido la costumbre de pagar impuestos– han organizado partidas, algunas de hasta 150 hombres armados, como los de Nangahar, y están practicand­o a pequeña escala una guerra de guerrillas muy similar a la que les permitió a los montañeses echar a las divisiones soviéticas del país.

¡Viva la revol+ución por la revolución… y los doblones!

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