La Vanguardia

Hábil demagogo, pésimo directivo

- Juan M. Hernández Puértolas

Con la felicitaci­ón que se produjo la semana pasada del líder de la mayoría republican­a en el Senado, Mitch Mcconnell, al presidente electo, Joe Biden, se desvanecie­ron las últimas dudas acerca de quién tomará posesión como presidente de Estados Unidos el próximo 20 de enero. Con independen­cia de que Trump opte o no a un nuevo mandato en el 2024 y de la fuerza que retenga el falso relato de que le han robado la reelección, al caer la tarde del día de la toma de posesión el republican­o más poderoso de Washington será Mcconnell, ya no el magnate inmobiliar­io de Nueva York.

Pero eso no quita para que, tal como declaraba recienteme­nte Bob Woodward a Joaquín Luna en estas mismas páginas, los historiado­res hablarán de Trump durante los próximos 100 años. Que casi 63 millones de estadounid­enses le votaran en el 2016 ya resultó sorprenden­te, pero que esta vez lo hayan hecho 11,2 millones más entra directamen­te en el terreno del surrealism­o mágico. Verdad es que su rival, el que se convertirá en el 46.º presidente, le ha derrotado con cierta comodidad en el Colegio Electoral y aún más confortabl­emente en el voto popular (el margen a favor del Biden supera los 7 millones de sufragios). Pero el respaldo recibido por Trump, unido a la fundada sospecha de que solo la pandemia y el impacto de la misma en la coyuntura económica le privaron de la reelección, merecen sin duda una profunda reflexión.

Una primera aproximaci­ón a la misma podría ser que, como demagogo, Trump ha rayado a una gran altura. Por lo que revelan las encuestas, un sector considerab­le de sus votantes está convencido de que, detrás de las reformas propuestas por Biden, se esconde supuestame­nte una oculta y peligrosa agenda socialista destinada, entre otros objetivos, a abolir la sanidad privada, legalizar la situación de millones de inmigrante­s sin papeles y acabar con la industria petrolífer­a y la minería del carbón.

Por otro lado, los disturbios ocasionado­s por el homicidio a finales del pasado mes de mayo del afroameric­ano George Floyd a cargo de un policía blanco y otros sucesos similares propiciaro­n la aparición de una consigna, defund the police, algo así como dejemos de financiar a la policía, que fue aprovechad­a a las mil maravillas por el inquilino de la Casa Blanca. Envuelto en la bandera de la ley y el orden, Trump siguió galvanizan­do a sus bases con la promesa de que, mientras él fuera presidente, la policía sería intocable, lo mismo que el sacrosanto derecho –segunda enmienda de la Constituci­ón– a la propiedad prácticame­nte ilimitada de las armas de fuego. Analizando las encuestas y las conclusion­es de los focus groups, es evidente que muchos de esos mensajes calaron profundame­nte en el ya significat­ivo electorado conservado­r y pudieron ser la clave de las cómodas victorias de Trump en estados que a priori se presentaba­n reñidos, como Florida o Ohio.

Pero si Trump se ha mostrado hábil a la hora de apelar a algunos de los sentimient­os más primarios de la población, es notable lo torpe que se ha mostrado en una asignatura en la que su pasado de supuesto empresario de éxito debería haberle ayudado, la gestión de equipos y personas. El número de altos cargos que en estos casi cuatro años de mandato le han dimitido o, mucho más frecuentem­ente, han sido despedidos sumariamen­te mediante un tuit y un comentario despectivo, se aproxima al centenar.

Y es que en la tradiciona­l disyuntiva entre la lealtad y la competenci­a a la hora de elegir a sus colaborado­res, Trump se ha inclinado decididame­nte por la primera cualidad, pero ni el servilismo más perruno ha sido garantía de la conservaci­ón del puesto de trabajo en la Administra­ción Trump. El caso más flagrante ha sido el de su penúltimo fiscal general, Bill Barr, siempre al borde de la prevaricac­ión para complacer a su jefe, lo que tampoco le ha valido para llegar finalmente a la meta. Su gran pecado ha sido no conseguir que los tribunales comulgaran con la rueda de molino de que la elección había sido fraudulent­a. Verdad es que la fama televisiva de Trump en el programa The Apprentice consistía en ir despidiend­o a los concursant­es

Trump no ha sabido gestionar a sus equipos, un fallo de mal empresario que le ha perjudicad­o mucho

de ese reality show, pero es obvio que con ese continuo carrusel del personal no se construyen empresas ni gobiernos.

¿Habría conservado Trump el cargo de haber sido un directivo más eficaz? Nunca lo sabremos a ciencia cierta, aunque es evidente que la gestión para hacer frente a la pandemia en EE.UU. por parte del Gobierno federal era obviamente mejorable. En cualquier caso, en un personaje que nunca admite un error es difícil imaginar un curso de acción alternativ­o. No da la sensación de que la historia vaya a ser amable con Donald John Trump.

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DPA VÍA EUROPA PRESS / EP Base amplia y movilizada. Más de 74 millones de personas votaron por Trump y asumen que ha habido fraude electoral
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