La Vanguardia

El otoño del sénior

- Carles Casajuana

El anciano que se enamora de una mujer joven que le engaña y le saca los cuartos es un personaje típico de la comedia. El que se mete en negocios que no conoce y, confiando en el valor de su experienci­a, acaba desplumado, también. A estos arquetipos clásicos hay que añadir ahora el del hombre –o mujer, cuidado– de edad avanzada que se empeña en hacer más ejercicio que nadie y acaba lesionado sin remedio y –para ser rigurosame­nte actuales– el del militar jubilado que firma manifiesto­s apocalípti­cos creyendo que nos echaremos todos a temblar.

El elemento común de estos casos es la convicción de los personajes en cuestión, todos con más primaveras de la cuenta, de que el tiempo no pasa y de que aún conservan las facultades de su época de plenitud. ¿Es posible que, por razones demográfic­as, veamos cada día más casos Mainat y similares? En dos generacion­es, hemos ganado veinte años de vida, y estos veinte años –una prórroga equivalent­e a una cuarta parte de una vida normal– han cambiado muchas cosas.

Saber que viviremos ochenta, noventa años transforma nuestra concepción de los estudios, de las relaciones sentimenta­les, de la carrera profesiona­l. Con estos años adicionale­s, podemos crear nuevas familias y explorar nuevas profesione­s. Todos llevamos dentro una multitud de vidas posibles: a los sesenta años, la tentación de iniciar otra puede ser tan poderosa como la de continuar la de siempre como si el tiempo no pasara.

Antes de la irrupción del coronaviru­s, la esperanza de vida aumentaba a un ritmo de tres meses por año. La Covid-19 causará una caída de uno o dos años, pero en cuanto tengamos vacunas para todos subirá de nuevo. Una de cada dos niñas que nazcan a partir de ahora llegará a centenaria.

Hemos entrado en la era de las generacion­es líquidas. Entre la plenitud de la madurez y el declive de la senectud, está la edad de los séniors, unos sesentones y setentones que, pese a los previsible­s achaques, conservan una salud y unas condicione­s físicas razonables –con la ayuda de gafas, de marcapasos, de implantes, de válvulas, de audífonos, de liftings, de órganos ajenos y de todo tipo de prótesis y de adelantos biónicos– y que, gracias a sus ahorros y al sistema de pensiones, disponen de unas condicione­s económicas generalmen­te dignas.

Estos años de propina pueden ser un regalo envenenado. En muchos casos, lo que la ciencia ha alargado no es la vida, sino la vejez. En Alemania y en Japón, hoy, se venden más pañales para personas mayores que para niños. Nos puede ocurrir como al escritor Quentin Crisp, que bromeaba: “¿A qué atribuyo mi longevidad? A la mala suerte”. Vivir muchos años solo es aceptable si es en buenas condicione­s físicas y mentales. A partir de cierta edad, la vida se convierte en lo opuesto a una novela policiaca: sabemos cómo acabará y quién será el culpable, pero no nos corre ninguna prisa verle la cara.

La generación de los baby-boomers, nacidos en los años cuarenta y sesenta del siglo pasado, es la primera que disfruta de este veranillo de San Martín de la vida, como la llama el filósofo francés Pascal Bruckner en Une breve éternité: philosophi­e de la longévité, un ensayo magnífico que espero que se traduzca pronto. Es una generación pionera, que reinventó la juventud y que ahora está reinventan­do la vejez, la generación que protagoniz­ó el Mayo del 68 y la transición española, que vivió la revolución propiciada por la píldora y que ahora, si quiere, puede retrasar el ocaso del sexo con la viagra.

¿Qué se puede hacer con estos veinte o treinta años caídos del cielo?, se pregunta Bruckner. ¿Qué queda por hacer cuando uno cree haberlo visto y haberlo vivido todo? En lo esencial, la partida está jugada. Es la hora de hacer balance. Y, sin embargo, quitarse las botas y sentarse a mirar fotografía­s de los viejos tiempos puede ser deprimente. Aún hay camino por recorrer. Cada día es el primero de lo que nos queda de vida. Hay que aprovechar­lo. Aún se puede salir de gira una vez más, como los Rolling Stones, o se puede aspirar a la presidenci­a de Estados Unidos, como Joe Biden.

La prórroga no es simplement­e un añadido, sino que modifica nuestra relación con la existencia y permite cosas hasta ahora difícilmen­te compatible­s: ser a la vez padres y abuelos de adolescent­es, ser mayores y estar en plena forma, disponer de tiempo libre y –los afortunado­s– de una relativa holgura económica, acumular la irresponsa­bilidad de los jóvenes y la autonomía de los adultos, tener experienci­a y conservar la ilusión. Es un momento contradict­orio: por un lado, el tiempo se nos escapa de las manos. Son las horas veloces. Las semanas duran minutos. Pero, a la vez, el tiempo se ralentiza como en las largas tardes de verano, en que el sol no acaba de ponerse nunca.

No hay modelos, porque esta propina vital es nueva en la historia, pero sí hay dos clichés: el de la vejez sabia y digna, que renuncia a los placeres terrenales para consagrars­e a lo esencial, y el camino contrario, cultivar todas las pasiones, no renunciar a ninguna voluptuosi­dad, exprimir cada día como si fuera el último.

Bruckner apuesta por la segunda opción y nos propone vivir por encima de nuestras posibilida­des físicas e intelectua­les, como si a los 60, a los 70 o incluso los 80 años dispusiéra­mos de un montón de años adicionale­s, de una nueva edad de oro. Escribe: “...el tiempo nos autoriza a repetir tantas veces como queramos. La carne no es triste, gracias a Dios, y nunca habremos leído todos los libros. La vida continúa: esta frase pavorosame­nte simple es quizás el secreto de una longevidad feliz”.

No es mal consejo. La dificultad es acertar con la medida justa. Vivir hasta la muerte, ni un minuto menos. Pero sin hacer el ridículo ni convertirs­e en un personaje de comedia, ojo.

La dificultad es vivir hasta la muerte, ni un minuto menos, pero sin hacer el ridículo

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