Programar la decadencia
La posible decadencia de Barcelona empieza a ser cuestión recurrente
Lo dijo Jaume Plensa el pasado 1 de diciembre en la presentación de su nueva exposición en la galería Senda: “Barcelona está pasando un momento de abandono propio, como si hubiera perdido el interés en ella misma”. La cuestión de una posible decadencia de Barcelona surge con frecuencia en las conversaciones de este confinado 2020 y también aparece en la prensa.
En un artículo titulado
“Un complejo de ciudad menor”, publicado el pasado 23 de febrero en este diario, Miquel Molina aportaba un matiz previo a las muy posteriores declaraciones de Plensa: “El diagnóstico, en resumen, es que la ciudad está muy pendiente de cómo la ven en el exterior, pero muy poco preocupada por responder a las expectativas de quienes finalmente se fijan en ella, como si aún no se hubiera liberado de cierto estigma de urbe menor.”
¿Y de dónde surgiría esa posible decadencia de Barcelona? ¿Quiénes la estarían programando y fabricando con acciones e inacciones muy erróneas?... No parece que el problema radique en la ciudadanía en general, ni en el mundo empresarial –más despierto que hace un siglo–, ni en los sectores culturales, científicos y tecnológicos que configuran los investigadores, artistas y escritores en activo. Todo indica que las causas de esa posible o incipiente decadencia se encuentran principalmente en la muy difícil situación política, que impide o retrasa acuerdos imprescindibles y urgentes, pero también en las rígidas rutinas administrativas y en las decisiones de algunos –quizá muchos– políticos y gestores, incapaces de aprovechar ese enorme capital de conocimiento, talento, imaginación, actitud cooperativa y capacidad de gestión que existe desde hace tiempo en la capital catalana. Y de defender y difundir sus mejores frutos prescindiendo de sectarismos.
Y sería más preciso decir que los autores de esa posible riqueza compartible intentan existir, subsistir, sobrevivir, pues la plena existencia de sus mejores proyectos suele ser una y otra vez saboteada por los grandes lastres locales: una burocracia anticuada, prepotente y destructiva (ahora en catalán, pero muy similar a la franquista), que impide el nacimiento y el desarrollo de las mejores iniciativas, y una especie de avaricia bifronte cuya cara política es la voracidad fiscal y cuya cara empresarial es una incomprensible y suicida tacañería a la hora de reconocer méritos y pagar salarios justos a las personas que realizan contribuciones valiosas.
Pero voy a interrumpir estas reflexiones –que continuaré próximamente, ya más centrado en el ámbito artístico–, para dar espacio a un proyecto realizado, aunque precario.
Atractiva y precaria. Acaba de aparecer el número 3 de Lardín, una revista trimestral de cómics que incluye también textos y que está resultando ser un raro proyecto. La revista es estupenda, atractiva, una gozada, pero su distribución es muy escasa. Y su calidad no se corresponde con su precio irrisorio (3 euros), tan bajo que impide pagar a los autores. En las malas prácticas culturales, el único que no cobra es el autor.
Lardín enlaza con la parte más humorística de las mejores revistas ochenteras (El Víbora y Cairo) y actualiza ese legado. El lema del número 3 parece adecuado a la época: “Rien ne va plus”. La portada es de Gallardo, hay historietas de Max, Tornasol, Beà, Vallès, Isa Feu, Batllori y muchos otros, incluido un Guillem Cifré póstumo. La contra de Lluïsa Febrer procura y logra ir al máximo en el asunto del libertinaje de expresión. Y me reí mucho con la página de Mauro Entrialgo, un relato finalmente o finamente criminal sobre los pesados de la publicidad telefónica. Colaboran 79 autores, entre dibujantes y escritores. Pero me dicen que el número 4 puede ser el último. Pues bien, si otro proyecto similar toma el relevo, espero que la distribución sea digna de ese nombre y que se conceda más espacio a los y las dibujantes más jóvenes. Lo intergeneracional, además de simpático, es atractivo y necesario.