La Vanguardia

Los canelones de la memoria

- Màrius Carol

Julio Camba escribió que la cocina napolitana era una cocina lírica. Es posible que a ello contribuye­ra Gioachino Rossini, brillante autor de una cuarentena de óperas, pero igualmente un reputado gourmet que popularizó la gastronomí­a italiana en Francia. En las encicloped­ias de cocina no faltan las pastas con su apellido (macarrones o canelones a la Rossini), pero también hay cremas, huevos pochés o turnedós bautizados con su nombre. Para mi gusto, el mejor homenaje es bautizar los canelones, a los que el compositor añadía foie y trufa.

Se cuenta una sensaciona­l anécdota del músico de Pésaro, que tenía tanta facilidad para componer como indolencia para trabajar. En 1916, el empresario del teatro San Carlo, Francesco Barbaia, le encargó una ópera, Otello ,y le ofreció para llevarla a cabo su Palazzo Berio. El jovial Rossini estuvo seis meses como huésped de Barbaia, en los que comió los mejores manjares y bebió los mejores vinos, a menudo en compañía de sus amigos. Al final, el empresario se hartó de tanto dispendio, sobre todo porque la obra no avanzaba.

Rossini los pidió como recompensa, tras ser encerrado para acabar una ópera de encargo

Y un buen día ordenó a sus criados que sigilosame­nte lo raptaran y lo encerraran en una habitación y allí quedó el maestro a ración de macarrones hervidos para comer. A las veinticuat­ro horas, dejó en el torno la obertura de la ópera y en pocos días completó los actos siguientes. Lo primero que pidió cuando entregó el encargo fueron unos deliciosos canelones trufados.

Estos “paquetes de carne picada”, según somera definición planiana, forman parte de la cocina catalana a pesar de su origen posiblemen­te napolitano, como recoge en su prontuario de hace un siglo Ferran Agulló. Su éxito va ligado a la cocina de aprovecham­iento, así que se impusieron el día de Sant Esteve, pues de esta manera se reciclaban en un plato festivo las viandas de Navidad. Este año, he conseguido imponer los canelones a la Rossini el día 25 como homenaje a los que no están. Es una Navidad distinta, por no llamarla rara, sin apenas familia. Así que me ha parecido un acto de reivindica­ción proustiana llevarlos a la mesa navideña. Ni los canelones de mi abuela ni los de mi madre eran los mejores del mundo, pero forman parte de mi memoria gustativa. Me devuelven el niño que fui y los rostros de dos mujeres que perdieron la guerra, pero nunca las ganas de vivir. Bernard Shaw decía que no hay amor más sincero que el amor a la cocina. Y por encima de todo a la cocina familiar, cuyos recuerdos nos acompañan y nos reconforta­n sin importar el paso del tiempo.

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