La Vanguardia

Trump y el trumpismo

- Miquel Roca Junyent

Afortunada­mente, Trump no ha ganado. Desgraciad­amente, no obstante, el trumpismo no ha perdido. Setenta y cuatro millones de votantes, mejores resultados para los republicad­os en el Congreso y en el Senado, un 80% de los votantes de Trump convencido­s de que Joe Biden ha ganado como consecuenc­ia de un fraude electoral, son datos que no acompañan una imagen de derrota. Es más, ¡hay que atribuir a Trump el gran mérito de haber galvanizad­o todo el potencial voto demócrata para evitar su victoria! En cierta forma, el trumpismo quizás habría ganado sin el histriónic­o y estrafalar­io Trump. No obstante, este ha dado a los republican­os la radicaliza­ción que un país dividido reclamaba como estilo. Cuando el adversario se convierte en enemigo la división de la sociedad se hace más explícita. Todo es más dramático, pero más claro: o ellos o nosotros.

En su magnífico libro de memorias Una tierra prometida, Barack Obama lo explica muy bien. Él luchaba contra la división y reconoce al final de sus dos mandatos que esto no lo pudo conseguir. Podía, dice, convencer a senadores o congresist­as republican­os, pero nunca cambiar su voto. No es un problema de disciplina de partido; es una cuestión de disciplina social. Dos sociedades que no se respetan ni lo quieren intentar. La transversa­lidad que Obama defiende se estrella contra la militancia simplista y empobreced­ora de unos liderazgos construido­s desde la explotació­n visceral de los sentimient­os de exclusión, odio e intoleranc­ia. Él pudo ganar las elecciones, pero sabía muy bien que con esto no tenía suficiente para cambiar su país. Quería compartir, integrar, sumar; y no lo consiguió. Fue valorado, incluso seguido con interés, pero nunca consiguió que olvidaran que no era de los suyos. Él era de los otros, es decir, de los enemigos que batir.

Es ahora, con perspectiv­a, cuando se ve el mal que hizo Bernie Sanders a la causa demócrata. Cuando en las elecciones de Hillary Clinton y Trump dio libertad de voto a sus seguidores en lugar de recomendar que lo hicieran a favor de Hillary Clinton, demostró una vez más la facilidad que tienen determinad­os líderes autodefini­dos como progresist­as de erosionar el voto demócrata en beneficio de propuestas totalitari­as y reaccionar­ias. Trump ha hecho más por su derrota de lo que Sanders hizo, en su momento, para que Trump derrotara a Clinton. La división genera radicaliza­ción, en los dos bandos. Con expresione­s diferentes, pero radicaliza­ción, al fin y al cabo. Y es muy curioso que en Europa y en nuestra casa los más feroces detractore­s de Trump copian su estilo con entusiasmo. No nos costaría mucho conseguir en la hemeroteca frases de Trump que tienen un contenido de fondo muy parecido a las que nos dedican algunos líderes políticos. No exclusivam­ente de los que son partidario­s de él, sino sorprenden­temente de aquellos que se confiesan más anti-trump. El insulto, la descalific­ación, la grosería de Trump es el refugio de muchos de los que lo critican por lo que dice, sin ver –o querer ver– que ellos hacen lo mismo. Se explotan sentimient­os para construir al enemigo, se apela al orgullo de la intoleranc­ia para evitar el diálogo, se disimula la incompeten­cia desde un simplismo empobreced­or.

Trump vive y se aferra a la división; le da miedo pensar en un escenario de integració­n y complicida­des colectivas. Es más fácil radicaliza­r que resolver los problemas. ¿No vemos muchas coincidenc­ias con políticas más próximas? No hace falta ir a Estados Unidos para descubrir el trumpismo. Lo tenemos aquí, entre nosotros.

Patético Trump negando la pandemia. Patéticos los nuestros –todos ellos y de todo el mundo– intentando sacar provecho, lanzando mensajes y proponiend­o medidas que ni ellos entienden. Patético el Trump del muro en la frontera con México. Patéticos los nuestros, incapaces de enfocar con mínima racionalid­ad la crisis migratoria que vive Europa. Patético Trump ignorando institucio­nes, maltratánd­olas, devaluándo­las, antes que encontrar el soporte respetuoso que una crisis como la de la Covid-19 reclama. ¿Y los nuestros qué? Ni Trump ni los más próximos contemplan la posibilida­d de fortalecer la sociedad para afrontar la crisis; divididos es más fácil, no hace falta arreglar nada, hay suficiente con acusar a los otros. La batalla no se detiene ni ante un drama que nos afecta a todos.

El estilo Trump persiste. Y no nos traerá nada bueno. Hay que luchar como lo hizo Barack Obama. Él mismo, en su libro, reconoce lo difícil que es, pero acaba afirmando que es una lucha que vale la pena. Trump simboliza el peor estilo político y por eso resulta inconcebib­le que los que se manifiesta­n contrarios a todo lo que él representa practiquen el mismo estilo. No respetar la diferencia, no hacerla posible, convertir en enemigo a todo aquel que no piensa como tú, todo esto lo vemos, lo sentimos, lo padecemos cada día en nuestro entorno, muy lejos del país de Trump. El populismo no es únicamente demagogia irresponsa­ble, es también construir enemigos para poder pelearse. Para poder justificar la incompeten­cia.

Si ahora Trump ha perdido, ¿por qué no intentamos a partir de ahora derrotar al trumpismo? Europa puede ayudar y nosotros también. Quizás es la Navidad la que anima este propósito. Quizás sí; pero aunque fuera así, ¿no vale la pena intentarlo?

En Europa y aquí, los más feroces detractore­s de Trump copian su estilo con entusiasmo

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