La Vanguardia

Conquistar el tiempo

- Gabriel Magalhães

Confieso que me encantan los nombres de los meses del calendario revolucion­ario francés, decretado en 1792: vendimiari­o, brumario, nivoso, germinal, floreal, termidor… En estas designacio­nes, que parecen versos de una sola palabra, hay dedo de poeta. Casi todo lo demás de esta reorganiza­ción del tiempo ya no entusiasma tanto: un rigorismo decimal los llevó a dividir los meses en tres décadas de diez días, los días en diez horas, las horas en cien minutos, y los minutos en cien segundos. En estas lonchas decimales se conoce claramente que están cortando la sutil fluidez del tiempo como si fuera un jamón, con la fina cuchilla de la guillotina, muy en boga por aquellos años.

Lo más curioso era que todo volvía a empezar desde cero en 1792, a causa de la proclamaci­ón de la República gala. Francia vivió hasta 1805 dentro de este ensueño o de esta pesadilla cronológic­a, que era, al mismo tiempo, un diagrama cartesiano y un soneto naturalist­a. Después se regresó al calendario gregoriano y a la era cristiana, que arranca con el nacimiento de Jesús. En realidad, como suele escribir el profesor Pere Lluís Font, los valores de la Revolución Francesa, ese hermoso canto coral compuesto por la libertad, la igualdad y la fraternida­d, constituye­n otro modo de declinar el ideal cristiano.

No sé cómo explicarán hoy en día los maestros a sus alumnos que todavía se cuente el tiempo a partir del nacimiento de ese misterioso judío de Nazaret. ¿El poder del Vaticano? ¿La influencia de los curas? ¿Tradiciona­lismo cerril? En realidad, los sueños que soñó Jesús son aún nuestros mejores sueños: un mundo solidario basado en la ternura, y no en el fragor de las jerarquías; una visión del universo en que, a pesar de hechos confusos, inquietant­es, domina un Dios bueno, un Dios padre al que podemos acercarnos por infinitos caminos, incluso a través de la ciencia, como propone el poeta catalán David Jou. En fin, a pesar de todos los dolores de la existencia, de las cicatrices que vamos colecciona­ndo, es posible transforma­r nuestra biografía en un diluvio de amor, un río de alegría, una laguna de paz.

De hecho, estamos tan acostumbra­dos a asociar las religiones cristianas con el conservadu­rismo, con la tradición, que no nos damos cuenta de que ese espejismo de nuestra mirada ocurre porque ha sido la única revolución que ha llegado a una vejez de milenios y se está preparando para volverse eterna. Es la revolución de las revolucion­es, y en Occidente el humanismo de la democracia, el deseo de justicia de las rebeliones, la búsqueda sin fin de la ciencia son rosas creciendo en un humus tan judeocrist­iano como grecolatin­o. No está nada mal contar el tiempo a partir del nacimiento de Jesús.

¿Por qué ha durado tanto esta revolución que en el fondo todavía hoy sigue su camino? Quizá porque es cierto lo que plantea. Y también por su humildad, rasgo que la distingue de las demás. Cierto, querido lector, en muchas ocasiones el cristianis­mo se ha dejado llevar por un orgullo desmedido, ocupando lugares de mando político que no le sientan bien. Pero, gracias a Dios, casi todo eso lo ha perdido. Y es cuando no es nada o casi nada que vuelve a serlo todo, como decía san Pablo de sí mismo. Esta confianza en la energía de la humildad transforma la revolución cristiana en algo claramente diferente. En las otras suelen estar presentes la halterofil­ia del orgullo y un culturismo obsesivo de la musculatur­a del resentimie­nto. Son impresiona­ntes los bíceps visuales que uno se encuentra en las portentosa­s películas de Eisenstein. Sin embargo, fusilados los enemigos, nos volvemos los nuevos opresores de lo que ha sobrevivid­o.

Pero una revolución que se basa en la humildad, que empieza con su líder crucificad­o, deslizando hacia la eternidad tres días después, discretame­nte, sin conferenci­as de prensa, como si no quisiera molestar a nadie, es algo distinto. Y la ola de personas que intentan, como pueden, construir un océano de bondad, esa ola generada por Jesús, posee un empuje, una fuerza inexplicab­le. Quizá porque Dios también es así: su poder consiste en una más que infinita humildad que se entrega a todos nosotros, invisiblem­ente, en cada momento.

Esa energía única de la humildad es la misma que encontramo­s en el belén. Un pesebre. Dios en forma de niño recién nacido. Una madre que, probableme­nte, algunos podrían considerar una mujer de dudosa moral (siglos después, Mahoma lo discute aún en el Corán, defendiend­o caballeros­amente la virtud de la Virgen). Un padre muy contemporá­neo, que no es padre biológico de su hijo. Olor tierno a estiércol, a leña ardiendo, a paja. Y los pastores que llegan, con sus aromas de campo. No le tengamos miedo a esta estampa, que casi todos guardamos en el fondo del baúl del alma. No nos va a hacer daño. Aprendamos que solo una humildad que ama, desplegada a lo largo de los años, los siglos, los milenios, conquista de verdad el tiempo. Feliz Navidad y un 2021 que abra de nuevo todos nuestros horizontes.

La energía única de la humildad cristiana es la misma que encontramo­s en el belén

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