La Vanguardia

Cimientos de la desconfian­za

- Antoni Puigverd

No es extraño coincidir, en el súper o en la cola de la panadería, con personas que rechazan las restriccio­nes gubernamen­tales. Explican sin rubor que han salido cada fin de semana. Sostienen que en estas fiestas se reunirán como siempre con todos sus familiares. También es normal relacionar­se con personas que dudan de las vacunas o sostienen pintoresca­s teorías sobre el origen del virus. La desconfian­za ha atravesado las fronteras de la política: ahora coloniza las de la virología y la medicina. De la posverdad hemos pasado a la incredulid­ad. Son muchos los ciudadanos responsabl­es, pero crecen en número los que sospechan, no ya de los políticos, sino de sabios y médicos. En Occidente impera la sospecha y la desconfian­za. Se impone la idea de que estamos en manos de empresas sin escrúpulos, de intereses inconfesab­les, de élites globalista­s dispuestas a propagar virus para vender vacunas.

Es irrelevant­e que esta corriente de sospecha sea ahora aprovechad­a por la extrema derecha o por el populismo trumpista. Es irrelevant­e. Durante décadas, la izquierda y el ecologismo sembraron la desconfian­za en todo tipo de poderes: se sospechaba de las institucio­nes de la “democracia formal”, de la jerarquía académica o de los poderes económicos. Poderes que, supuestame­nte, contaminab­an por interés, destruían, ávidos, los bosques o negociaban espuriamen­te con vacunas y fármacos.

De la posverdad hemos pasado a la incredulid­ad; siembra descreimie­nto y recogerás superstici­ón

Si bien una parte de las críticas estaba fundamenta­da, la sospecha se proyectaba, en general, contra las oscuras “fuerzas del capital” que movían los hilos del mundo.

Pero el marco intelectua­l de la desconfian­za es anterior. Empieza con la crítica al racionalis­mo del movimiento romántico. Las formidable­s Mémoires d’outre-tombe de Chateaubri­and son la expresión más sugestiva de la reacción antimodern­a. Ahora bien, los más grandes combatient­es de la razón ilustrada son, paradójica­mente, tres pensadores que revolucion­aron la cultura occidental: Marx, Freud y Nietzsche, a los que Paul Ricoeur definió como “maestros de la sospecha”. Sospecharo­n de la libertad, limitada por el Estado, la religión o la cultura; sospecharo­n de la razón y el progreso. Después de ellos, la razón ha avanzado muchísimo en el campo de la ciencia, pero en el terreno de las ideas ha quedado empantanad­a. El influjo de Nietzsche, Marx y Freud desembocó en un relativism­o que, fascinado por la destrucció­n de todo tipo de mitos, ha corroído los valores colectivos.

La sociedad de consumo, el auge de la cultura de masas, la apoteosis del ocio, la sexualizac­ión obsesiva, el hedonismo y la explosión de las redes sociales han acabado de perfilar el pantano moral en el que chapoteamo­s sin certezas, sin jerarquías consensuad­as, sin horizonte. El relativism­o parecía una manía de Joseph Ratzinger y los católicos culturales, pero en este momento de máxima incertidum­bre sanitaria y económica, queda claro que un mundo descreído es terreno ideal para las nuevas fantasías. Es una vieja paradoja: siembra descreimie­nto y recogerás superstici­ones.

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