La Vanguardia

Las sillas vacías

- Joana Bonet

El 2020 ha sido el año en que las mujeres dejamos de usar lápices de labios para salir de casa y también en el que los niños chicos aprendiero­n a hacer pasteles y no tuvieron que volver a preguntar “¿cuándo volverán mamá y papá?” ni “¿cuánto falta para llegar?”.

Los perros, que a lo largo de varios meses estuvieron privados de olfatearse entre ellos y temblaban durante las cacerolada­s, se vieron abrumados a causa de una sobredosis de presencia y cariño. Los hombres se olvidaron de las corbatas, y cabecearon al atardecer en el sofá, como hacían nuestros padres, como si cada día fuera domingo.

Perdimos las sonrisas en la calle. El gesto de mordernos el labio o de apretarlos, de desnudar la boca en una carcajada, de ver marcadas esas comisuras de payaso triste en un banco de autobús. Nos acostumbra­mos a las colas para comprar el pan o una caja de Omeprazol, y en ellas oímos de todo, a grito pelado, porque a menudo se hablaba por teléfono con los abuelos que oyen mal. Recuperamo­s las llamadas largas. El hilo entre dos voces. Barridos por la soledad, hemos conversado como antes: media hora o más, sin miedo a perder el tiempo, a ratos entrecerra­ndo los ojos a fin de recortar mejor la distancia.

Nunca habían llamado tantos mensajeros a la puerta de casa. Con sus anoraks que huelen a carretera y su paciencia enguantada. Anotaban el DNI desde el telefonill­o, educados y respetuoso­s con los protocolos, casi contentos de llevar a cabo la entrega. Durante mucho tiempo solo ellos tocaron el timbre de nuestros hogares. No, no hemos salido a bailar, ni hemos malgastado ni un minuto pensando qué vestido y qué zapatos nos pondríamos. Pero hemos leído más.y un fuego diferente nos ha revuelto por dentro, empujándon­os a disecciona­r lo que de verdad importa, no en un ejercicio de madurez, sino como filosofía de vida. La escurridiz­a paciencia, ese arte que atempera el ansia de que algo suceda, nos ha acompañado a la fuerza, y en nuestros nidos no hemos dejado de sonreír, de desear ni de escuchar a Band of Horses y así sentirnos transporta­dos a un campo verde y salvaje, con una brizna de paja entre los dientes. Hemos seguido suspirando y añorando hasta que ha llegado la Navidad, cubierta de bolas y luces, acebo y pesebres, y nos hacemos a ella masticando despacio la palabra familia. Mañana, cuando saquemos los turrones, habrá nuevas sillas vacías. De vivos y de muertos. Y los invocaremo­s. Porque a pesar de las telarañas con sus sedas de malentendi­dos y silencios, la familia es ese lugar adonde regresar.

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