La Vanguardia

La condesa favorita de Goya revive en el Prado

El museo presenta la restauraci­ón de ‘La condesa de Chinchón’, uno de los cuadros más admirados y codiciados del maestro aragonés

- FERNANDO GARCÍA

Goya sentía especial predilecci­ón por la modelo cuando pintó el retrato. “La conocía desde que era pequeña y le tenía mucho cariño”, dice la restaurado­ra que acaba de dar nueva vida a la obra, Elisa Mora. Hablamos de La condesa de Chinchón, una de las pinturas más admiradas y codiciadas del maestro aragonés. La dulzura en el rostro de la retratada, su sonrisa tímida y la historia que el cuadro tiene detrás llamaron desde siempre la atención de no pocos coleccioni­stas y museos.

La restauraci­ón del lienzo, iniciada en enero pero interrumpi­da por la pandemia, se presentó ayer en el Prado después de medio año de trabajos de estudio y reparación del lienzo, ahora tan luminoso y lleno de matices como cuando el artista lo pintó.

La retratada es María Teresa de Borbón y Vallabriga (1780-1820), hija del infante Luis Antonio de Borbón, hermano de Carlos III, y de María Teresa de Vallabriga y Rozas. A la muerte de su padre en 1785, la entonces pequeña Teresa fue enviada con su hermana al convento de San Clemente de Toledo. De allí salió en 1797, a sus 17 años, para casarse con el primer ministro Manuel Godoy, favorito de Carlos IV. El matrimonio fue decidido por decreto del rey con el beneplácit­o de la novia y sin ningún entusiasmo por parte del novio. La boda venía a restablece­r la armonía familiar de la casa de Borbón y a elevar la posición de Godoy al emparentar­le con la Casa Real. Aunque el Príncipe de la Paz confesaría en sus Memorias que no había deseado el matrimonio, posteriore­s testimonio­s de María Teresa revelaron que con el tiempo el enlace resultó feliz, al menos para ella.

Goya pintó a la condesa cuando estaba embarazada por tercera vez, después de dos abortos, pero ya confiada en que en esta ocasión todo iría bien, como así sería. El artista iluminó especialme­nte el vientre de la joven y destacó el tocado de espigas verdes con el que posó: un adorno muy de la época pero también un símbolo de fertilidad.

La restauraci­ón a cargo de Elisa Mora recupera el colorido, los matices “y sobre todo la profundida­d” del cuadro gracias a la mayor visibilida­d del fondo oscuro en el que Goya situó a la condesa.

Lo más importante fue la limpieza del lienzo, explica la restaurado­raa La Vanguardia. “La obra está bien conservada, pero acumulaba suciedad y restos de oxidación de barnices confeccion­ados con resinas naturales”, añade Mora. Las impurezas impedían ver bien las calidades de la pintura, en particular “en las transparen­cia de la gasa del vestido, los bordados y los grises y blancos”, así como en el verde del tocado vegetal.

La reparación de la tela y su soporte no fue complicada. Ambos presentaba­n un buen estado general, con unas pocas salvedades: en primer lugar, hubo que actuar sobre tres parches que se habían aplicado en la parte de atrás para coser otros tantos pequeños rotos, parches que Mora reemplazó mediante una técnica que combina el uso de hilo y pegamentos naturales; por otra parte, la restaurado­ra hubo de tapar algunas pequeñas grietas con una cola especial que se hace penetrar en las fisuras a base de calor, para así taparlas; por último, la especialis­ta arregló ciertos daños observados en las esquinas del cuadro por el empleo de cuñas de las que se utilizan para tensar los lienzos.

Goya pintó este cuadro sobre la misma tela en la que había retratado a Godoy y antes a José Álvarez de Toledo y Gonzaga, marqués de Villafranc­a y duque de Alba consorte. Tal como se puso de manifiesto en la reflectogr­afía infrarroja que los técnicos del Prado efectuaron después de la compra, el artista desechó esos otros retratos, dio la vuelta al lienzo y entonces pintó a su querida María Teresa de Borbón.

El Prado atesora la pieza desde hace sólo veinte años. Pues fue en el 2000 cuando el Estado se hizo con ella, por 4.000 millones de pesetas (24 millones de euros). Gracias al carácter “inexportab­le” que la pintura tenía, en tanto que bien de interés cultural, el Gobierno pudo ejercer su derecho preferente de compra. Fue cuando, según se publicó y señalan en el Prado, el coleccioni­sta y empresario Juan Abelló trataba de adquirir el óleo a sus propietari­os desde tiempos inmemorial­es, los duques de Sueca, que lo tenían por herencia familiar.

Antes, habían sido numerosos y diversos los intentos de comprar el cuadro. El Prado se interesó por él desde poco después de la Guerra Civil, contienda durante la cual había sido trasladado a Ginebra (Suiza) junto con muchas otra obras maestras. Por aquellos años también atrajo al magnate armenio Calouste Gulbenkian, gran coleccioni­sta a quien se debe el museo que lleva su nombre en Portugal.

Más tarde se sucedieron ofertas de distintas institucio­nes, como se dijo que fue el caso del museo J. Paul Getty de California –que habría ofrecido el equivalent­e a 36 millones de euros–, así como de la Academia de San Fernando de Madrid y la entidad bancaria Ibercaja. Ninguna de las propuestas tuvo éxito, afortunada­mente para el Prado y por tanto para el público en general.

La restauraci­ón de este lienzo de Goya es el último trabajo y colofón de la destacada carrera de Elisa Mora, responsabl­e asimismo de la puesta a punto de obras como La carga de los Mamelucos y La familia de Carlos IV, también de Goya, así como de El vino de la fiesta de San Martín, de Brueghel el Viejo. Mora, ganadora del Premio Nacional de Restauraci­ón y Conservaci­ón de Bienes Culturales 2019 junto con sus compañeras Almudena Sánchez y Gemma García se jubila el mes que viene. Y La condesa de Chinchón le ha proporcion­ado “una gran satisfacci­ón”, no ya por marcar el fin de su trayectori­a y el inicio de su descanso sino por tratarse de un retrato por el que siempre sintió “una inmensa admiración”.

El Prado compró el cuadro hace 20 años en ejercicio de su derecho preferente cuando Abelló iba a adquirirlo

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EMILIA GUTIÉRREZ La obra, fotografia­da durante su presentaci­ón, ayer, tras ser restaurada por la especialis­ta Elisa Mora

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