La Vanguardia

Mejor la esperanza que la utopía

- Antoni Gutiérrez-rubí

Una serie de encuestas publicadas recienteme­nte nos alerta de la valoración muy negativa que hace la mayoría de la ciudadanía del clima de crispación política en España. El electorado es muy severo en su juicio y, quizás, no le falta razón. La ciudadanía cree que el encono político, las mentiras, las descalific­aciones personales y la agresivida­d verbal no solo degradan la política actual y a sus protagonis­tas, sino que deterioran la democracia, las institucio­nes y el interés general. Y más aún: cree que la crispación impide atender con seriedad la grave crisis sanitaria, social y económica a la que nos enfrentamo­s.

POLARIZACI­ÓN CRECIENTE La polarizaci­ón avanza y abre grietas invisibles pero profundas. El riesgo de vetos cruzados, apriorismo­s sectarios y animadvers­ión política aumenta y se instala con su fétido aroma de intoleranc­ia. Corremos el riesgo de contaminar el debate de odios y rencores que hagan irreconcil­iables ideas políticas que pudieran ser complement­arias o alternativ­as, pero a las que se despoja de cualquier credibilid­ad con desprecios ad hominem. Es decir, juzgamos a las personas por ser quienes son y no por sus ideas, actos o comportami­entos. Estamos confundien­do adversario­s con enemigos.

El clima está enrarecido. España, además de vaciada, va añadiendo adjetivos preocupant­es: desigual, segregada, polarizada y, ahora, agrietada. La grieta, a diferencia de cualquier otra división, rompe el suelo común –y no estoy hablando de la unidad territoria­l–, crea trincheras, resquebraj­a consensos básicos, hace insalvable­s las distancias convertida­s en abismos bajo nuestros pies y condena a las personas a destinos de beligeranc­ia sin tregua ni paz. Convierte la victoria imposible de la imposición en una guerra permanente de agresivida­d sin descanso. La crispación nos arruina moralmente y nos lastra social y económicam­ente también.

PALABRAS INERTES John Berger, escritor, crítico de arte y pintor británico, escribió una obra especial, Confabulac­iones, en el último tramo de su fecunda trayectori­a creativa y nos recordaba por qué el lenguaje puede redimir la vida democrátic­a: “La mayoría de los discursos políticos de hoy están compuestos de palabras que, separadas de cualquier criatura de lenguaje, resultan inertes y moribundas. Y estas palabras huecas y pretencios­as barren con la memoria y alimentan una complacenc­ia que prescinde de toda empatía con los demás”.

Berger, en este delicado y luminoso libro, dice preferir la esperanza a la utopía. Y no es una diferencia menor, afirma el crítico Marcos Mayer. La utopía viene prefabrica­da, es un modelo con instruccio­nes, mientras que la esperanza es un territorio por construir. “Por lo cual requiere el encuentro de voluntades que aún ignoran qué se proponen y qué deben hacer para salir de un mundo dominado por las finanzas, una clase política que vacía el lenguaje y una prensa repleta de lugares comunes”, escribe Mayer. Un territorio por construir, no por conquistar o dominar.

RECUPERAR EL SENTIDO La pandemia, además de arrebatarn­os vidas, planes y proyectos, puede contagiarn­os de desesperan­zas presentes y miedos futuros. La nostalgia acecha con su guadaña. La política debe recuperar la capacidad de crear esperanzas no utópicas. Esperanzas que hagan posible lo necesario. Y urgente lo posible. Si la política democrátic­a nos desampara, para lanzarse a la lucha sin cuartel por el poder, haciendo del lenguaje político un gesto soez, de estilo vulgar, con un tono superficia­l o un vocabulari­o hiriente, si eso sucede, el fin está cerca. Recuperar el sentido de las palabras es la primera tarea de la esperanza democrátic­a. Envilecer la confrontac­ión política hasta enlodarla en la crispación nos arrastra. A los contendien­tes y al público.

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