La Vanguardia

Joan Prim, un caso irrepetibl­e

- Borja de Riquer i Permanyer

El 27 de diciembre de 1870, pronto hará 150 años, el presidente del gobierno, Joan Prim, sufrió un atentado en la calle del Turco –hoy Marqués de Cubas– de Madrid y a los tres días fallecía. Fue el primero de los cinco magnicidio­s de la historia contemporá­nea española. La figura de Prim, en su triple condición de militar, de político y de catalán, me sirve para reflexiona­r sobre algunos aspectos de la actualidad política.

La revolución de septiembre de 1868, encabezada por los generales Prim y Serrano, expulsó a la dinastía de los Borbón por considerar que Isabel II había tenido un comportami­ento de total deslealtad con el régimen constituci­onal liberal. Los dirigentes revolucion­arios, sin embargo, no eran republican­os y por eso ensayaron una monarquía electiva. La nueva Constituci­ón de 1869 definía España como un reino, pero el monarca sería elegido por las Cortes y estaba privado de buena parte de las atribucion­es políticas de los anteriores reyes. Se liquidaba así el principio dinástico tradiciona­l y se sometía al monarca al control democrátic­o. El 16 de noviembre de 1870 las Cortes eligieron rey a Amadeo de Saboya en buena medida a causa del prestigio liberal de esta dinastía italiana. Ahora bien, la nueva monarquía democrátic­a no se consolidó tras la muerte de Prim, su principal promotor, porque no tenía suficiente­s apoyos políticos. La razón era sencilla: la gran mayoría de los demócratas no eran monárquico­s, sino republican­os; y la inmensa mayoría de los monárquico­s no eran demócratas. El sentimient­o monárquico estaba plenamente identifica­do con una institució­n tradiciona­l que tenía un origen casi divino y contemplab­a al rey como una figura políticame­nte irresponsa­ble pero con poderes soberanos, como mínimo equivalent­es a los de las Cortes, como defenderá Cánovas del Castillo en la Constituci­ón de 1876. De todos modos hay que recordar que hace un siglo y medio ninguna de las monarquías existentes en Europa, ni la británica, podía ser calificada de democrátic­a. Se trataba de regímenes liberales sí, pero no contemplab­an ni el sufragio universal, ni aceptaban que la soberanía nacional residiera solo en los ciudadanos, aunque la mayoría de sus monarcas no intervenía­n en la vida política tanto como los españoles.

Joan Prim llegó a la presidenci­a del gobierno no por ser catalán –fue el primero– sino porque era militar. La vida política española contemporá­nea ha estado fuertement­e marcada por el excesivo protagonis­mo de los militares hasta el punto de que buena parte de los presidente­s del gobierno lo serían.

Entre 1833 y 1875 el pronunciam­iento militar, es decir, la rebelión armada, fue el único instrument­o de cambio político existente en España. Por eso, la mayoría de los partidos políticos de la época isabelina estaban dirigidos por militares. Antes de septiembre de 1868, Prim ya era el militar que más se había pronunciad­o, una docena de veces. El militarism­o español, una anomalía histórica que no se dio en ningún régimen liberal europeo, provocó la debilidad del civilismo político y el cuestionam­iento constante de la legalidad constituci­onal. Durante más de un siglo hubo militares obsesionad­os por ejercer un papel tutelar sobre los gobernante­s elegidos, convencido­s de ser los más auténticos defensores de la patria.

El caso Prim es también excepciona­l teniendo en cuenta la muy escasa presencia de catalanes en la dirección de la vida política española. Solo tres serían presidente­s del gobierno –Prim, Figueres y Pi i Margall–, los tres en el sexenio democrátic­o 1868-1874.

También hubo pocos ministros catalanes. Sintomátic­amente tuvieron una mayor presencia en las etapas de cambio político de carácter reformista: 10 ministros catalanes durante el mencionado sexenio y 18 ministros en la Segunda República.

El caso de Prim permite hacer reflexione­s de una cierta utilidad hoy. La primera es que la monarquía, y mucho más en el siglo XXI, o es plenamente democrátic­a o no tiene sentido ni futuro. Se trata de una institució­n anacrónica que solo puede justificar­se por su utilidad práctica y no por el principio de la legitimida­d histórica. Hoy la monarquía española, cuestionad­a por las actividade­s del anterior monarca, afronta también el peligro de ser instrument­alizada por un nuevo militarism­o nostálgico de la pasada dictadura y tan antidemocr­ático como el anterior. En una democracia el jefe del Estado, sea rey o presidente, tiene que desautoriz­ar públicamen­te todo intento de instrument­alización política de su figura. Felipe VI tendría que recordar el precedente de su bisabuelo Alfonso XIII, un rey demasiado sensible al halago castrense que acabó como acabó por no haber defendido la monarquía como una institució­n neutral, apartidist­a y respetuosa de la legalidad. Sobre la posibilida­d de que un catalán sea hoy presidente del gobierno pienso que, tal como está el patio, eso es altamente improbable. Como explicaba hace unos días en este diario Ignacio Sánchez Cuenca, las “élites orientales” tienen muy poca influencia en la vida política española. Dentro de los partidos españoles los catalanes ocupan cargos muy secundario­s y es impensable que un catalán, sea o no catalanist­a, fuera aceptado para presidir un gobierno en Madrid. Muchos le exigirían la renuncia previa a su catalanida­d para ser investido, como intentó Alfonso XIII con Cambó en 1922. Y así seguimos y por eso la figura de Prim es irrepetibl­e.

Es impensable que hoy un catalán fuera aceptado para presidir un gobierno en Madrid

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VICENÇ LLURBA
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