La Vanguardia

Volverás a Lleida

- Imma Monsó

Mi ciudad no está, probableme­nte, entre las cien más atractivas del mundo. Ni siquiera entre las mil ciudades del mundo en las que, como dicen las guías estrellada­s, “hay mucho que ver”. A lo mejor por eso los que nos fuimos amamos tanto su niebla. Los que nos fuimos permanecem­os unidos por hilos irrompible­s. Fantaseamo­s a menudo con regresar para siempre. Últimament­e incluso fantaseamo­s hasta con la idea de no habernos ido. Cuando regresamos a ella, nos sentimos en casa como no nos ocurre en ninguna otra parte. Pero es un sentirse en casa atravesado de parte a parte por una gran tristeza, muy parecido a lo que Natalia Ginzburg describe con relación a Turín (otra ciudad amiga de la niebla). Dice que se sentía en casa sabiendo que ya no tenía motivos para estar en casa porque allí apenas quedaba nada de lo que hubo. En efecto, allí no está lo que tuvimos y pesan demasiado los recuerdos y las sombras.

Como todos, me he visto obligada a cambiar de planes este año por las restriccio­nes de movilidad. He dejado de ir a sitios, unos más cercanos, otros más lejanos. Pero nunca antes había dejado de ir a Lleida en Navidad. Ni había estado sin pisar sus calles más de un mes seguido. En los últimos veinte años, se ha repetido el mismo patrón: cada vez que llego, ni puedo expresar el tormento que significa anticipar la llegada a la ciudad, el abismo que se abre en mi estómago al ver la silueta de la Seu en la autopista. Cada vez que permanezco, experiment­o una reconcilia­ción completa: ninguna belleza arquitectó­nica, ningún paisaje de ensueño, ningún clima perfecto distinto al clima infernal de mi ciudad podría competir con un sentimient­o como este, el de tener la sensación de que, por unas horas, por unos días, absolutame­nte todo está donde debe estar. Cada vez que me voy, quiero quedarme. Pero nunca lo hago.

Así ha sido desde febrero del 2020. Casi un año sin ir, solo dos breves y asépticas visitas sin pernocta. No es una carencia más en un año de carencias. Envuelvo en esta ausencia (yo, ausente de ese lugar, la ciudad ausente a mi alrededor) todas las intensidad­es de mi vida: allí han ocurrido todas las pérdidas que me importan. También los grandes encuentros. Todo lo que ha dado peso y gravedad a mi vida ha ocurrido en mi ciudad del Oeste. Todo lo ligero y espumoso me ha ocurrido en el Este. En la adolescenc­ia, muchos emigramos por temor a que allí nunca ocurriera nada. Así que tiene gracia darse cuenta, toda una vida más tarde, de que, en realidad, allí sucedió todo.

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