La Vanguardia

Enfermeras y doctores

- Julià Guillamon

Abro la puerta de la galería C3 y voy buscando los números de las habitacion­es. Se queda mirándome y yo la miro a ella: “¡Eres el marido de Cristina! ¿Está Cristina aquí?” “Sí, en la 312” “¡Pero si la acabo de acostar!” Entra corriendo en la 312: ¡Cristina!” Yo voy detrás: “¡No la he reconocido! ¡pero que bien está!” “Y tu eres, eres...” “¡Marisa!” “Claro, Marisa.” Es una emoción que no se puede explicar. Cuando Cris subió a la planta de neurocirug­ía, después de semanas en la uci y en la unidad de semicrític­os del hospital de Sant Pau, Marisa y Patri eran nuestras enfermeras de tarde. Patri era de Figueres. Le explicamos que pasábamos los veranos en Llançà. Cuando veía a Cris cansada o abatida le pedía: “Cristina, irem a sopar a can Narra?” Aquel irem, nos removía mil cosas por dentro.

Mientras Cris estaba en la uci puse en una de aquellas bolsas de plástico que se cierran con dos guías a presión, unos cuantos objetos queridos. Una seta roja con topos blancos que cuando Pau era pequeño, le salió en un huevo Kinder. Era una seta imposible: tenía forma de boletus, con un pie macizo y un gran sombrero carnoso, con los colores de la Amanita muscaria. Cuando tenía nueve o diez años Cris le confeccion­ó un disfraz impresiona­nte. Iba vestido todo de blanco, con un jersey de cuello alto y mallas. En un sombrero de copa de juguete, no sé cómo se las apañó, encajó un paraguas rojo, que decoró con topos blancos. Era, de la cabeza a los pies, una seta con gafas de niño. Sus compañeros se reían de él y tuvo un gran disgusto. Los tres formábamos parte de un mundo diferente. Cuando el lunes, recién llegado de Arbúcies, Pau explicaba que había visto una víbora o que había estado jugando con un jabalí, los chavales del colegio Pare Poveda le cantaban: “no m’ho creeec. no m’ho creeec.” En verano, en Llançà, Cris recogía semillas de Dondiego de noche para plantarlas en el polígono de Sant Joan Despí donde trabajaba. Una vez volvió a casa disgustadí­sima porque habían talado unos pinos. Sus compañeras de trabajo estaban encantadas porque las hojas ya no les enguarrarí­an el coche. En la bolsa de la uci puse también un sobre de azúcar del restaurant­e can Narra.

“Nos quedamos hasta después de Navidad” “Claro, necesita días para recuperars­e. Con el antibiótic­o por la vía intravenos­a”. Estaba muy angustiado pensando que nos encontrarí­amos en casa con una vía abierta y las heridas tiernas, para celebrar una Navidad que no nos apetecía mucho. “Hoy me han explicado lo que le han hecho. Le han sacado una vena y una arteria de la pierna y se las han conectado con los capilares de la piel del brazo, trasplanta­da a la cabeza. Le he acercado la mano, suavemente, y he notado el latido. Es increíble.” Yo le cuento que cuando me llamaron al despacho, después de la primera parte de la operación, el doctor De Quintana llevaba un gorro de cirujano con la S de Superman. Hace años que nos conocemos y advertí en él una expresión de alegría. “Y la doctora Núñez, de plástica, también es muy buena.” Mientras charlamos, Cris se acaba la cena. “Digues-li al doctor De Quintana que el vols veure amb el gorro desuperman”.¡vivaelhosp­ital de Sant Pau!

Cris recogía semillas de Dondiego de noche para plantarlas en el polígono de Sant Joan Despí donde trabajaba

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