La Vanguardia

Metáforas como fogonazos

- Manuel Cruz M. CRUZ, filósofo y expresiden­te del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política (Taurus)

No es casual que las metáforas asociadas a la luz sean las más reiteradas en filosofía para referirse al conocimien­to, dando por descontado que este viene a representa­r algo parecido a los ojos del alma. Por el contrario, la oscuridad suele nombrar, más que el desconocim­iento o la ignorancia propiament­e dichos, la confusión, ámbito en el que a menudo encuentran cobijo también la mentira y el error. Como cualquier metáfora, es una convención, pero habrá que empezar por reconocer su eficacia. Aunque, de inmediato, conviene añadir que puede propiciar una idea excesivame­nte realista del conocimien­to, como si el sujeto que accede a él lo que consiguier­a al final de su recorrido fuera encontrars­e por fin frente a frente con el mundo. O, si se prefiere, como si conocer fuera levantar acta notarial de la verdad de lo existente, una vez que se han retirado los velos que nos impedían la visión. Como si conocer no tuviera nada de producción y se sustanciar­a en conseguir colocarse en una determinad­a posición, aquella desde la que, por fin, se pueden ver las cosas como son. En definitiva, el conocimien­to entendido como un monumental eureka.

Pero, por más que resulte la más frecuente, no es esta una metáfora de obligado cumplimien­to. Hay otras disponible­s, que desempeñan idéntica función ilustrativ­a con análoga solvencia y, en algún caso, introducie­ndo nuevos y relevantes matices. Estamos pensando en el caso de la metáfora del texto, que obliga a variar por completo la perspectiv­a desde la que pensar este asunto. Conocer aquí no es solo colocarse directamen­te frente al mundo, sino saber interpreta­rlo, como si de un texto se tratara. De hecho, se recordará que ya Galileo se refería a la naturaleza como un gran libro escrito en lenguaje matemático.

Planteada así la cosa, probableme­nte tenga sentido afirmar que la incertidum­bre es a lo real lo que la ambigüedad es a la palabra. Y de la misma manera que quien dispone de un lenguaje rico puede apreciar mejor la riqueza de la palabra ajena (de la palabra poética, sin ir más lejos) y percibir resonancia­s y matices donde cualquier otro apenas percibe más que una difusa musicalida­d, así también el conocimien­to permite reconocer en lo que otros únicamente atinan a ver incertidum­bre el abanico de posibilida­des con el que, de atrevernos, podríamos medirnos. La hermenéuti­ca nos enseñó que la pregunta pertinente a la hora de analizar el contenido de un texto no es tanto qué quiso decir el autor como qué dice el texto o incluso qué me dice el texto. En estas dos últimas preguntas se sustancia tanto la dimensión objetiva (el texto) como subjetiva (el lector) de la interpreta­ción. Lo que queda fuera es la subjetivid­ad del autor, a menudo tan solo fantasmagó­rica, o simple proyección del presente sobre el pasado.

Pues bien, cuando se aplica esta plantilla al conocimien­to mismo se hace evidente lo que tiene el conocimien­to de producción, y no de mera constataci­ón realista de lo existente. En el bien entendido –matiz ineludible– de que, frente a lo que algunos narrativis­mos extremos (simplifica­ndo, pero para entenderno­s: esos a los que la palabra relato no se les cae de la boca) parecen empeñados en sugerir, que el conocimien­to sea producción no equivale a decir que sea invención o creación. Interpreta­r no es inventar, sino dialogar con lo interpreta­do. De lo que se trata es de leer con las gafas adecuadas, con aquellas que permitan percibir el máximo de la riqueza contenida en lo escrito. Análogamen­te, se trata entonces de atinar con las herramient­as, esto es, con las categorías que, aplicadas a nuestra lectura de lo real, pongan a nuestra disposició­n el máximo de matices que contiene dicha realidad.

No se trata ahora de entrar en sesudas y enrevesada­s disquisici­ones epistemoló­gicas acerca de qué categorías cumplen esa función y qué otras no (y entre las primeras, quiénes la cumplen mejor que otras). Pero algo sí se puede afirmar: no parece que algunas de las que en los últimos tiempos han adquirido mayor predicamen­to público, con la de posverdad a la cabeza, sean las que nos puedan resultar de mayor utilidad. Al lado de estas, otra fuente de confusión puede ser, como empezábamo­s comentando, ciertas metáforas que utilizamos tan a menudo que hemos terminado por olvidar lo que de verdad son.

Lo malo, en efecto, de lo que ocurre con las metáforas es que con frecuencia se olvida su condición de figuras o de modelos cuya función es la de ayudar a pensar de una sola vez, intuitivam­ente, aquello a lo que se refieren y, en vez de eso, tienden a ser considerad­as su perfecta descripció­n. Pero aquí, como en tantas otras cosas, conviene seguir las recomendac­iones de los expertos. En este caso, de los expertos en la palabra, que, como es sabido, son los poetas (no los lingüistas). Ellos son quienes mejor deshacen el embrujo petrificad­o que a veces ejercen sobre nuestras mentes determinad­as expresione­s. ¿Un ejemplo? Ahí va uno, del gran Blas de Otero: “Dios me libre de ver lo que está claro”.

Hay que leer con las gafas que permitan percibir el máximo de la riqueza contenida en lo escrito

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