La Vanguardia

FERNANDO ÓNEGA

- Fernando Ónega

El ambiente no podía estar más cargado. Era electrizan­te. A la Zarzuela llegaban consejos, recomendac­iones, presiones, exigencias. También rechazos por adelantado. No era un mensaje de Navidad más. Era El Mensaje. Todo estaba bajo el microscopi­o. Se buscaba una nueva línea divisoria entre padre e hijo, como si se pudiera ensanchar más la ya existente. La expectativ­a sobrevolab­a sobre el régimen como si se tratara de un drama de reyes de Shakespear­e, con Podemos de cacería, con la ambición de ser el único partido estatal que hace un plebiscito sobre la monarquía; con los independen­tistas que aprovechan la crisis y con todo el paisaje de investigac­iones sobre el rey Juan Carlos. Era como si la Corona se jugase en unos minutos de discurso.

Y llegó el mensaje. La primera impresión del cronista es que Felipe VI pensó en el público que tenía ante el televisor y a ese público se dirigió. No hizo un discurso para políticos, sino un discurso de jefe de Estado que se acerca a la gente y le dice: conozco sus problemas, la situación es grave, sé cómo están los jóvenes y quienes sufren pobreza, no podemos permitir una generación perdida, tenemos mecanismos de talento, de fuerza, de empresas y de organizaci­ón estatal para superarlos. Y el lenguaje que la mayoría suscribe: hay que evitar que la crisis económica derive en una crisis social.

La segunda impresión es que el Rey quiso demostrar su independen­cia. Le hubiera resultado fácil, aunque fuese doloroso, poner en palabras lo que hizo con los hechos, que ha sido nada menos que el repudio público de su padre. Eso le garantizar­ía el falso aplauso de parte del tendido, que es precisamen­te la que no quiere la monarquía. Y no cayó en la trampa. Pasó por encima de las especulaci­ones e hizo un texto para demostrar cómo es y cómo piensa, no cómo quieren que sea y piense. Parafrasea­ndo a Carmen Calvo, hizo el discurso que creyó que tenía que hacer, y lo comprendo: cualquier cosa que dijera en estos complicado­s momentos se encontrarí­a con respuestas de la élite opinativa perfectame­nte previsible­s, como dice la experienci­a y hoy podremos comprobar.

Creo que esas dos son las claves para entender por qué solo dedicó cuatro líneas a su padre y además sin citarlo. Pero lo dicen todo: “Los principios obligan a todos sin excepcione­s y están por encima de cualquier considerac­ión personal o familiar”. Sigue queriendo que esos principios morales y éticos sean los que inspiran su mandato. Esa es su filosofía. Elegante con su padre, exigente para sí mismo y con un trípode sobre el que desea asentar su reinado: sistema de convivenci­a democrátic­a basado en la Constituci­ón, cumplimien­to de las leyes y exigencia ética. Un rey no puede hacer menos. Pero tampoco más.

La respuesta política la conoceremo­s hoy. La popular estará en las encuestas y habrá muchas. Hoy por hoy dicen que más del 64% aprueba la actuación de Felipe VI (Metroscopi­a); que el 54% es partidario de la monarquía (La Sexta) y que la monarquía solo es problema para el 0,3% (CIS). Es decir: el sistema goza de razonable buena salud.

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ZIPI / EFE Estandarte del Rey en la Zarzuela
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