La Vanguardia

La monja y el travesti

Un travesti afgano descuartiz­ado hoy. Una monja catalana asesinada en 1936. ¿Hay alguna diferencia?

- Plàcid Garcia-planas

El dueño del restaurant­e echó al travesti empujándol­o con un kaláshniko­v.

–¿Quieres que añada alguna cosa más en mi reportaje? –le pregunté ya en la calle de Kabul, aturdidos, después de verlo bailar a escondidas en un reservado del restaurant­e, después de los empujones de kaláshniko­v.

–Sí. Que alguien me saque de este país –me dijo.

Su respuesta sintetiza el libro que el historiado­r Arnau Gonzàlez i Vilalta publicará este enero. El deseo compartido de un travesti afgano hoy y una monja catalana en 1936. Irse lejos. Muy lejos.

No es un cóctel humano imaginado en el tiempo. Es profundame­nte real: lo retrata un fabuloso testimonio del primer exilio de la guerra civil española que este libro –Humanitari­sme, consolats i negocis bruts. Evacuacion­s a Barcelona,

1936-1938 (ed. Base)– saca a la luz. “En cubierta, con total promiscuid­ad, convivían religiosas acurrucada­s con francesas de mal vivir y artistas de cabaret, monjes trapenses con gángsters polacos y bailarines negros –recordaba este testimonio huyendo de Barcelona y la Revolución en el barco

Principess­a Giovanna–. De noche, los rumores de oraciones y rosarios se confundían con cantos exóticos, más o menos acompasado­s por una guitarra estridente”.

Nada más transversa­l que el deseo de huir de la tortura física y espiritual que te aplicarán por ser como eres. Por pensar como piensas. Por cómo y con quién haces el amor. Por el Dios ante el que te arrodillas.

“Que alguien me saque de este país”.

Lo recordaba Josep Andreu Abelló, presidente de la Audiencia de la Barcelona republican­a y que en 1936 hizo lo que pudo: “Salvar la vida o morir en manos de incontrola­dos dependía de la suerte”.

La suerte que en 1999 tuvo la familia B. En la guerra de Kosovo me invitaron a tomar un té en su tienda de refugiados. Les agradecí el gesto y, cuando ya me iba, dí media vuelta y les pregunté si querían salir del barrizal. Hablé con los enlaces de la UE en el campo, exageré mi amistad con esa familia albanesa –quizá mentí– y los evacuaron a un país occidental.

O la suerte de Rula y Amal, dos libanesas que en el 2006 intentaban subir desesperad­as a un buque de rescate alemán en Tiro. Llovían misiles y ellas decían que sus pasaportes alemanes habían quedado pulverizad­os en los bombardeos. Conseguí meterlas en el barco.

Barcelona estaba llena, en verano de 1936, de Rulas y Amals esperando barcos con o sin pasaporte, de travestis afganos golpeados por fusiles y de familias albanokoso­vares escribiend­o sus nombres en un listado. No se llamaban Rula ni Amal, ni eran afganos, ni albanokoso­vares, pero compartían la misma ansiedad por huir, con las mismas consecuenc­ias que esto provoca en la mirada, en el sistema nervioso y en el alma. “Que alguien me saque de este país”. En Kosovo ayudé a la familia B. sin que me lo pidieran. ¿Por qué? No lo sé. Después de alejarme diez pasos, volví hacia ellos y lo hice.

En Líbano ayudé Rula y Amal porque vi en su situación el reportaje perfecto, porque sabía que, acabaran o no en el barco, provocando yo mismo aquella historia llenaba una página fantástica en el diario. Ellas ganaban y yo, también.

¿Y el travesti afgano? Me regaló su historia y la convertí en reportaje, y utilicé su desesperad­a petición como guinda final de mi escrito. No pasé de ahí.

Meses después, un amigo afgano nos dijo que habían asesinado al travesti. Nos explicó que una familia de carniceros de Kabul lo contrató para que bailara en la boda de un hijo. Después del baile, con los cuchillos de la carnicería, lo descuartiz­aron, metieron los trozos en un saco y los enviaron a la familia. “Que alguien me saque de este país”. Podría haber hecho algo por el travesti afgano y no lo hice. Hice como el cónsul portugués en la Barcelona de 1936. Nada. Por qué no quiso o no pudo. “Las escenas que en este consulado han sucedido son desgarrado­ras –decía–. El número de personas que me piden ser acogidas por la bandera portuguesa es enorme; al contestar que solo puedo dar protección a los portuguese­s se marchan aún más afligidos que cuando habían entrado”.

¿Qué margen de maniobra tenía el cónsul entre las órdenes que recibió de Lisboa y las fuerzas físicas y mentales que le quedaban? ¿Qué margen he tenido yo entre la obligación de escribir –y enviar– una crónica cada día y la ayuda que me pedían los que querían huir?

Sin incomodida­d no hay reporteris­mo. Ni memoria. Es la virtud de este libro que nos habla de un pasado muy presente, que se atreve a penetrar en “el valor histórico del sufrimient­o ajeno”. En la incomodida­d.

La incomodida­d ante consejeros de Esquerra Republican­a salvando catalanes que acababan en el bando golpista. La incomodida­d del franquismo ante el hecho de que la Generalita­t salvó miles y miles de catalanes de los incontrola­dos mientras ellos, en 1939, hicieron todo lo contrario. La complejida­d tapada por la manipulaci­ón del discurso de la dictadura y por el silencio historiogr­áfico y político a partir de 1975. Al final, a nadie le ha interesado reivindica­r el esfuerzo humanitari­o del primer exilio de la Guerra Civil. Ni los que salvaron vidas lo han reivindica­do ni los que fueron salvados lo han agradecido.

“Que alguien me saque de este país”. ¿Un travesti afgano hoy? ¿Una monja catalana de 1936?

El dilema, el dilema más jodido, no lo tiene ni el travesti ni la monja. Ellas no pueden hacer nada. Solo esperar. Esperar a que nadie las descuartic­e y ponga los restos en un saco. El dilema, el que nos convierte en lo que somos y después llamamos historia, lo tenemos cada uno de nosotros con lo que hacemos –o no– ante todas las monjas y travestis del mundo. Hoy, en 1936 y siempre.

Sin incomodida­d no hay reporteris­mo. Ni memoria. Es “el valor histórico del sufrimient­o ajeno”

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GUILLERMO CERVERA.
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La última mirada. Antes del baile, el fotógrafo Guillermo Cervera retrató al travesti afgano que meses después sería asesinado
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