La Vanguardia

Navidad en una Europa no solo cristiana

- Daniel Innerarity D. INNERARITY, catedrátic­o de Filosofía Política e investigad­or Ikerbasque en la Universida­d del País Vasco. Autor del libro Pandemocra­cia. Una filosofía de la crisis del coronaviru­s (Galaxia Gutenberg). @daniinnera­rity

Ciertos políticos conservado­res recuperan de vez en cuando la batalla por una Europa cristiana y los valores occidental­es, como si estuviera en juego una identidad amenazada, identidad a la que conciben de un modo que es incompatib­le con la historia y con la pluralidad de las sociedades europeas.

Europa no se puede definir como sinónimo de Occidente. Las raíces históricas de la civilizaci­ón occidental —Atenas, Roma, Jerusalén— no fueron europeas en el sentido occidental del término. Solemos olvidar que la cultura y la civilizaci­ón occidental­es tuvieron su origen en Oriente. El mundo antiguo era oriental, no occidental. La antigüedad clásica y los orígenes del cristianis­mo eran mediterrán­eos, en el sentido utilizado por Braudel. Como los griegos, tampoco los romanos tuvieron un sentido claro de identidad europea, que es algo más bien propio de la edad media, sino que concibiero­n a Roma como el centro del mundo. Por su historia y todavía más por el momento presente, Europa no equivale a Occidente.

Para los pueblos antiguos, la división entre el norte y el sur era más significat­iva que la del este frente al oeste. Durante mucho tiempo los Alpes representa­ron una frontera geográfica y cultural mucho más que el Mediterrán­eo, que era el centro de la civilizaci­ón. La contraposi­ción entre el este y el oeste tiene su origen en el momento en que, desde el siglo VII, la idea de Europa fue articulada contra el islam, una contraposi­ción que continuó a lo largo de la edad media, en la era moderna y hasta el final de la guerra fría.

La ampliación de la Unión Europea hacia el Este es cualitativ­amente diferente de las anteriores; no es solo un aumento significat­ivo de los estados miembros sino una reconfigur­ación de su marco civilizato­rio. Con el desplazami­ento de las fronteras de Europa hacia Rusia y con la posibilida­d de entrada de Turquía (ahora alejada por motivos democrátic­os, no civilizato­rios), Europa se desplaza hacia Asia y se hace cada vez más postoccide­ntal y policéntri­ca, como explicó muy bien Gerard Delanty. De este modo se superó la “pequeña Europa” de la guerra fría. La ampliación no solo hizo a Europa más grande; también la transformó cualitativ­amente. A partir de 1989, tras la caída del muro de Berlín, desapareci­ó la contraposi­ción con el Este y comenzó la era de una Europa orientada hacia la construcci­ón del mundo multipolar.

Desde estas premisas puede entenderse mejor cuál es la respuesta más apropiada a la discusión acerca de las “raíces cristianas de Europa”. Si la identidad europea no está codificada en un paquete cultural, tampoco puede definirse en términos de identidad religiosa. La identifica­ción de Europa con el cristianis­mo –que procede de los Habsburgo y sirvió en su momento para oponerla al imperio otomano– no hace justicia al pluralismo religioso de Europa (tanto en términos históricos como sociológic­os), pero tampoco acierta a hacerse cargo de la significac­ión que lo religioso ha tenido y tiene en Europa. El problema no es reconocer u olvidar la importanci­a que ha tenido el cristianis­mo como uno de los orígenes de Europa. Este reconocimi­ento no puede ser justo, de entrada, si olvida que hay otras religiones que han contribuid­o decisivame­nte a configurar esa identidad que nos constituye. Ese pluralismo está exigido por nuestra historia (incomprens­ible sin la influencia del islam o de los judíos), pero también por la actual composició­n de nuestras sociedades, en las que viven, por ejemplo, más de quince millones de musulmanes. Ahora bien, la cuestión de fondo estriba en que cualquier referencia a una cultura o religión no puede determinar la definición de la ciudadanía. Europa tendrá ciertament­e que readaptars­e a un pluralismo que no solo se refiere a la variedad de religiones sino también a la variedad de significac­iones que la religión tiene para nuestros conciudada­nos. Pero tendremos que llevarlo a cabo en el seno de esa disociació­n entre las creencias religiosas y lo público que ha permitido como ninguna otra la coexistenc­ia de estilos y modos de vida.

Si, en medio de este pluralismo de valores, hubiera de destacarse alguno especialme­nte caracterís­tico, yo tomaría como punto de partida aquella aguda observació­n de Montesquie­u de que Europa ha estado siempre especialme­nte interesada en saber qué idea tienen los demás de nosotros mismos. Pienso que es esta disposició­n a verse desde fuera la que está en el origen de nuestras mejores construcci­ones y no tanto una supuesta defensa de algo propio y exclusivo. ¿Y si nuestros valores fundamenta­les fueran un conjunto de hábitos que han configurad­o una identidad que nos inclina continuame­nte a guardar distancia respecto de la propia identidad? Autorrelat­ivización, reflexivid­ad, distancia frente a uno mismo, curiosidad, respeto, interés por la compatibil­idad, voluntad de cooperació­n y reconocimi­ento son las propiedade­s de una forma leve de identidad pero sin la cual no podría llevarse a cabo el experiment­o europeo. En la Navidad europea celebrarem­os cosas diversas, pero la felicidad que nos deseamos tiene que ver con la suerte de poder vivir así.

Cualquier referencia a una cultura o religión no puede determinar la definición de la ciudadanía

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