La Vanguardia

Una cena con Beethoven

- Clara Sanchis Mira

Al final, en Nochebuena nos cogimos una borrachera monumental de Sonata Patética de Beethoven. Todavía tenemos el corazón incendiado, nudos en el pelo. La música retumbó en las paredes y en nuestras mandíbulas. Temblaron cristales y dientes. Corrimos por la casa. Invocamos al fantasma del sordo. Aquello fue demasiado. No supimos calcular el poder del genio, su furia y su ternura, sus arrebatos, su pasión desbocada. Un caballo galopaba por el salón. Ahora duerme en la cocina. La Nochebuena se nos fue de las manos. Pero algo había que hacer: anular la gran cena familiar, por primera vez en la vida, pedía alguna clase de salto mortal. O no. Sé de gente que entregó tranquilam­ente su velada a un brócoli con patatas. Está asqueroso, comunican por teléfono con complacenc­ia. Tampoco hace falta que justo hoy cocines peor que nunca. ¿Vosotros por qué tenéis esa música tan alta? Porque nos da la gana. No te oigo, pregunto por qué suena Beethoven a todo volumen. Porque el volumen de Beethoven siempre está fuera de control, decimos, como sus tempos. Y porque el otro día fue su cumpleaños. Pero los acordes graves y disonantes del piano, adelantado­s a su tiempo, nos impiden oírnos. Diálogo de sordos.

En la cena, hacemos la clásica comparació­n de versiones entre pianistas bestiales. Después de la de Zimerman, la de Lisitsa nos parece demasiado rápida, pero acaba hipnotizán­donos su precisión imposible. Al ver en la pantallita a esa mujer vestida de rojo, volcada sobre el piano con sus largos dedos voladores arrasando teclas, llegamos a la conclusión de que está loca, en el mejor sentido de la palabra. Está loca. Hay que tener alguna clase de desvarío para llegar a hacer eso con los dedos. Ni que digamos para inventarlo. Beethoven nos regaló en forma de música los placeres y los tormentos de su humanidad. Hizo la extraña proeza de traducir en sonidos algunas pasiones, no dejamos de agradecerl­e la creación de ese espejo. Aunque en los postres ya no podamos más. La fiereza de su Patética ataca nuestro escuálido núcleo familiar, estamos a punto de pelearnos. Toqueteamo­s el adagio en nuestro propio piano, para tranquiliz­arnos entre allegro y allegro. Pero ahora el equilibrio repentino de esta melodía, su estructura sólida, su quietud después de la tormenta, y el vino, nos inducen al llanto. Es tan bella. Y conste que escribo esto antes de que suceda, para entregar el artículo setenta y dos horas antes de este día de hoy, que para usted ya será Navidad, o más, amable lectora adelantada a su tiempo.

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