La Vanguardia

Navidades autárquica­s

- Lluís Foix

Estas Navidades pandémicas me recuerdan las de mi infancia en un pueblo de la Vall del Corb, con niebla espesa, en plena campaña aceitunera, todos vestidos de fiesta, camisa blanca, zapatos con medias suelas y los talones gastados, la cara y las manos lavadas en una palangana, el agua hervida en una olla sobre los troncos candentes del fuego bajo la chimenea. Los sabañones abundaban.

Las tragedias de la guerra eran todavía recientes y no se hablaba de ellas. Habían muerto demasiados jóvenes en el frente. Las noticias de la muerte del hermano de mi madre eran confusas. Decían que una bala perdida le había abatido en la ofensiva final de Franco en la Navidad de 1938. De hecho, la familia no sabemos dónde encontrar sus restos. Se llamaba Lluís y el padrí decidió que yo llevara el mismo nombre. Los padrins tenían gran autoridad.

La misa de Navidad congregaba a todo el personal en una ceremonia que se celebraba en latín y que nadie entendía. Se cantaban canciones populares catalanas, a menudo con letra de Verdaguer. Los no creyentes no entraban en el templo. El catolicism­o oficial mandaba sin complejos.

Al salir de la iglesia se iba al café del Preixana para tomar el vermut. Ya no había los dos cafés, el de derechas y el de izquierdas, del tiempo de la república, sino un local unificado donde dos estufas daban un calor muy confortabl­e. El humo de los caliqueños, el tabaco de picadura racionado o alguna pipa suelta formaban una nube tan espesa como la niebla que se enseñoreab­a en las calles y campos exteriores.

Después, todos a comer a su casa, sin huéspedes ni parientes. Los padrins , si todavía vivían, los padres y los hijos. Y nadie más. Siempre había excepcione­s. En este sentido, es lo mismo que se recomienda este año. Que nadie mezcle las burbujas humanas.

La escudella llevaba rato hirviendo en la olla, dejando escapar aquel tenue chorro de aire vertical que despedía el aroma del caldo. Eran años de miseria, privacione­s de todo tipo y autarquía total. Los pollos se engordaban en el corral. Eran un lujo gastronómi­co del que disfrutába­mos cada Navidad. Los huertos eran el tesoro para la superviven­cia en aquellos años grises y tristes.

No se invitaba para no exhibir la austera precarieda­d de las casas. Turrones de Agramunt y vino de la cosecha. Después, volvíamos a la espesa nube del café. Se tomaba una sola consumició­n, se jugaba a las cartas, se hablaba por los codos y se chismorrea­ba en abundancia. De una radio desde un estante de madera se oía música bailable. No éramos confinados sanitarios, sino recluidos por la obligada austeridad.

No se invitaba para no

exhibir la precaria austeridad de las casas golpeadas por la guerra

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