La Vanguardia

A escondidas

- Arturo San Agustín

Palacete Albéniz. Ceremonia privada con poeta y monarcas por culpa del coronaviru­s y quizá, entre otras cosas, coartada para que los Reyes pudieran venir a Barcelona aunque fuese a escondidas. Prueba evidente de que Catalunya tiene amos, que es expresión muy rural y tal vez por eso muy gráfica. Porque no es lo mismo dueño que amo. No, no es lo mismo.

Viendo las imágenes de la entrega del premio Cervantes al enérgico Joan Margarit, sonreí. Y sonreí porque estoy convencido de que Felipe VI, que fue quien el pasado lunes le puso al poeta la medalla y le entregó la escultura, conoce cierto poema de Margarit. Me refiero al titulado La libertad, uno de cuyos versos asegura que la libertad “es un rey saliendo en tren hacia el exilio”.

Creo entender la intención de ese verso, pero la realidad ha demostrado que, después del exilio de un rey, no siempre se vive en libertad. Por lo menos en este país cainita donde el odio profesiona­l o aficionado vuelve a estar desbocado. Odio que, como era previsible, se ha ocupado puntualmen­te de la discreta ceremonia del pasado lunes. Odio que no solo escupe y apuñala desde las llamadas redes sociales. Odio, profesiona­l o aficionado, que me obliga a recordar que el poeta premiado piensa, como Sócrates, que no hay ningún tonto bueno.

Margarit, que entendió el idioma de la mar en la blanca Cádiz, es hombre de gesticulac­ión apasionada y voz potente. Y casi

La realidad ha demostrado que, después del exilio de un rey, no siempre se vive en libertad

siempre lleva las gafas de leer sujetas con un cordón. Es en esas gafas que penden de su cuello donde se adivina que es arquitecto y ha sido profesor de Cálculo de Estructura­s. Quizá esas dos actividade­s lo perjudicar­on al principio. Y sospecho que lo perjudicar­on porque Margarit nació en un pueblo leridano y no creo que frecuentar­a mucho el idealizado Bocaccio. Aquí, para ser celebrado como poeta, siendo, además, arquitecto, se tiene que nacer en el seno o coseno de la burguesía barcelones­a.

Margarit es un hombre con muchos fríos de posguerra. Y con muchas lunas: tinerfeñas, de trapo o de té tras determinad­a colina negra. Margarit, hombre herido por la pérdida de dos de sus hijas, habla muy a menudo de la vejez y de la muerte. Dice, por ejemplo, que “Lo que no puede preguntar un viejo al morir es: ¿Y ahora qué?”. También asegura que “nada enaltece a un viejo”, que es precisamen­te el título de otro de sus poemas. Poema que dice “Un campo de batalla en el que estoy tirado./ Me rodean los muertos. Oscurece./ Puedo oír a lo lejos voces jóvenes/ celebrando lo que hoy/ para ellos, aún es la victoria”. El poeta suele repetir que él antepone el diálogo a una cuchillada. Y quizá por eso algunos intentan acuchillar­lo con mano de sicario o de sectario.

Joan Margarit, en un poema inédito, el que leyó en castellano ante los Reyes, habla de la ciudad de Babel. Y de la Nada. En el que leyó en catalán asegura que el amor de los jóvenes no piensa en el olvido. Y que manda el futuro, aunque solo brille al fondo del cerebro como un charco.

Los poetas siguen siendo necesarios. Cada vez más.

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