El ordenador de Amanda
Así vive una niña sin dispositivo y sin conectividad en plena pandemia
Amanda tiene 11 años y estudia 6.º de primaria. Sus maestros dicen de ella que es muy aplicada y responsable. Le gusta llevar los deberes bien hechos. Sus calificaciones son muy buenas. Lo que lleva peor es el inglés, pero destaca en los ejercicios de matemáticas que resuelve como si fueran juegos divertidos. Saca sobresalientes en esta materia lo que, en una rápida correlación, la sitúa en el grupo del 17% de alumnas excelentes en matemáticas de Catalunya. Así lo indican los datos del reciente informe de Timss, que también muestran que 4 de cada 10 niñas no llegan al nivel intermedio.
En el colegio de Amanda (nombre prestado para ocultar su identidad) hay ordenadores, pero en su casa, no. Así que cuando los profesores envían tareas digitales para reforzar conocimientos, aprovecha los dispositivos del centro de la Fundació Comtal, situado en la calle Sant Pere Mitjà, al que acude dos veces por semana. Si no va a ir, le dan fichas para que siga en papel.
A Amanda le gusta el Tiktok, una aplicación a través de la que los niños comparten vídeos cortos, mayormente bailes. Y a ella le gusta bailar (casi lo mismo que el fútbol). Así que le pide a una amiga suya que tiene móvil que graben vídeos juntas. No tiene, claro, Whatsapp, Instagram, Facebook, o... sea lo que fuere que ven los adolescentes. En su casa solo su madre tiene un dispositivo, un teléfono, algo viejo, y al que hay que utilizar poco porque se le acaban los datos mucho antes de que venza el mes. Ese aparato es solo para recibir llamadas o mensajes del colegio, de posibles trabajos y del médico. Durante el confinamiento ella también recibía llamadas, las de sus profesores. “Me llamaron muchas veces”, sonríe, “para hablar, y me daban deberes, y yo se los enviaba tomando una foto a mi libreta”.
La familia se completa con un hermano de 7 años, del que a menudo se hace cargo, y con su madre, que hasta antes de la pandemia trabajaba en hoteles. La familia extensa se quedó en la República Dominicana de donde emigraron y apenas cuentan con familia en la ciudad.
Poco acostumbrada al manejo tecnológico, Amanda abre la classroom, copia los deberes en su libreta, los resuelve y vuelve al ordenador, donde replica los resultados. “Se nota los alumnos que vienen al centro y no tienen dispositivos en casa porque tienen menos destreza a la hora de utilizarlos”, explica Romina Esquius, educadora en el programa Tria Estudis de la fundación. “A la larga les penaliza en sus estudios, especialmente cuando llegan a la ESO, más exigente, con muchas especialidades, porque son habilidades que otros niños ya han adquirido en casa de forma progresiva”. De hecho, Esquius ve grandes diferencias en la competencia tecnológica no solo entre alumnos de la misma edad, sino entre escuelas del barrio, en función de si tienen muchos o pocos estudiantes vulnerables. “Si tienen pocos, es más fácil apoyar a los que más necesitan atención (tecnológica u otra), si tienen muchos, necesariamente el centro se adapta a la realidad de sus alumnos y eso acaba notándose en sus aprendizajes no formales”.
Sheila González, investigadora en desigualdad educativa de la UAB, coincide: “La desigualdad no solo consiste en tener ordenador propio, es básicamente saber usarlo”. Para desarrollar habilidades digitales, además de experiencia, se requiere del acompañamiento de un adulto que guíe en su manejo. En hogares con ordenador, los padres o hermanos mayores cumplen esa función de forma natural.
“En realidad, si lo pensamos, identificar el conocimiento en la red es un proceso complejo”, confirma Esquius. Pone de ejemplo los últimos deberes de música de Amanda, que le pedían relacionar una lista de instrumentos musicales. Le ayudó a encontrar una buena web sobre el tema, y le disuadió de no quedarse con la primera que la niña vio. “Si ella hubiera estado sola –indica– su trabajo final se hubiera resentido, pero lo más importante es que en la próxima búsqueda seguiría quedándose con la primera página”. Con todo, confía en las capacidades de Amanda. “Es curiosa y aplicada, le encanta leer y no tiene el desafío añadido de hablar una lengua no latina, ni está en secundaria, que es donde hay más problemas”.
La pandemia ha puesto en evidencia la profunda brecha digital entre niños nacidos en uno u otro hogar, una desigualdad de partida que el colegio no puede ahora mismo compensar. Los estudiantes con menos recursos repiten 5,5 veces más durante la educación obligatoria que quienes cuentan con una mejor situación económica, y abandonan las aulas 7,5 veces más que sus congéneres. Estas cifras son más acusadas entre los chicos.
“La desigualdad digital ya existía antes, la diferencia es que ahora la vemos todos”, apunta la investigadora de la UAB. Y es una desigualdad no solo del terreno educativo. Para un joven, la tecnología es su medio social como ya empieza a percibir Amanda y su Tiktok.
“En este barrio hay muchas familias sin ordenador”, asegura Carme Codines, la directora de la escuela Pere Vila a la que acude Amanda. Y subraya la palabra ordenador. “Para estudiar se necesita un ordenador, no una tableta o un móvil, eso solo te saca de un apuro, lo que se necesita es un ordenador”.
En la escuela se planifica “teniendo en cuenta las circunstancias familiares de los alumnos”,
La falta de recursos digitales tiene una incidencia directa en el éxito educativo de los estudiantes
según explica la directora, y, desde principio de curso, en que se ha recuperado la presencialidad en las aulas, ha aumentado el uso digital dentro del colegio pero lo han limitado fuera del mismo (aunque han empezado a acompañar también a todas las familias en el aprendizaje tecnológico). Durante las cuarentenas es otra cosa. “Nosotros podemos dejar dispositivos, pero si no tienen conexión, ¿de qué les sirve?”.
La Fundació Comtal abre el centro a los niños que necesitan conectarse por ordenador para hacer los deberes, pero como no puede atenderlos a todos a la vez, debido a las medidas de prevención sanitarias, ha organizado un sistema de turnos. Cada alumno puede ir dos días a la semana. El resto del tiempo, los chicos que no tienen conexión en casa se buscan la vida y, según Esquius, van a casa de compañeros o se quedan fuera de los bares, ahora abiertos, para pillar redes libres. Los que tienen más suerte comparten la contraseña de vecinos generosos que la ofrecieron ya en el confinamiento. Si no, a la calle, abrigo y móvil para hacer los deberes.
“Debería haber una wifi abierta, es un derecho básico de toda la población”, reivindica Codines. Para la investigadora de la UAB también son clave los talleres de apoyo al alumnado y a las familias. Si las tareas son para casa, y no para realizar en horario lectivo, considera imprescindible apoyar a los padres. “Porque hay una diferencia entre el padre que lee, sabe investigar o construir una maqueta y el que no”.
Amanda no sabe qué será de mayor. Apenas empezará el próximo año la ESO. En todo caso, no se proyecta en función de su facilidad con las matemáticas (ingeniería, arquitectura, medicina). Más bien se imagina en un centro de belleza.