La Vanguardia

De la Inglaterra de Dickens a la de Boris Johnson

De la mano de Ebenezer Scrooge, un paseo por la Inglaterra de Dickens, la reina Victoria y la revolución industrial hasta la de Boris Johnson, la pandemia y el Brexit

- CUENTO DE NAVIDAD

Hacía mucho tiempo que no venía por estos parajes, y les admito que me ha costado reconocerl­os. El Big Ben aún no existía y la construcci­ón del palacio de Westminste­r no había hecho más que comenzar. Nadie podía concebir que hubiera una noria a orillas del río. Campos de fútbol, ni uno. Hasta que no pasé por delante de la torre de Londres y la catedral de Saint Paul no me convencí de que se trataba de la ciudad donde nací y pasé toda mi vida. ¡Qué modernidad, qué suntuosida­d! Decir que ha cambiado es quedarse muy corto, y es que estamos hablando de un lapso de nada menos que ciento setenta y siete años.

Permítanme que me presente. Soy Ebenezer Scrooge, el protagonis­ta del Cuento de Navidad de Charles Dickens, y he viajado desde la residencia donde vivimos los personajes de novelas clásicas para comprobar hasta qué punto la capital inglesa está hecha polvo entre el Brexit y la pandemia, sumida en el más absoluto caos, como dicen los periodista­s. Se trata de un geriátrico de lujo, no se crean, pero sin internet ni televisión, y las noticias llegan con un cierto retraso y considerab­le ambigüedad (solo libros y diarios).

A Sherlock Holmes y mis colegas Oliver Twist y David Copperfiel­d les hacía mucha gracia el viaje, por eso de la nostalgia, y apretaron fuerte. También Huckleberr­y Finn, Madame Bovary, Raskolniko­v, el tío Vanya, Anna (Karenina) y el capitán Ahab. Pero fui yo el elegido, supongo que por la sencilla razón de que es Navidad y soy el protagonis­ta de uno de los cuentos de Navidad más célebres de la historia. Ya les advierto que no me parezco a ninguno de ellos, pero pueden ponerme la cara de algunos de los actores que me han representa­do en el cine, como George Scott, Patrick Stewart o Jim Carrey.

Por si no lo saben, supongo que sí, el mensaje de mi libro es que hasta el más gruñón, tacaño y pérfido de los tipos (así era yo) puede redimirse si se le aprietan las tuercas lo suficiente, convertirs­e en una persona decente, amable y generosa, y entender lo que es el espíritu navideño. Y mi misión es descubrir si ese espíritu existe hoy en día en Londres, si imperan los buenos o los malos, porque las informacio­nes que nos llegan son bastante confusas. Unas consideran el Brexit como un periodo de tinieblas indescript­ibles, otros el inicio de una nueva época gloriosa. Unos dicen que la plaga (o como dicen ustedes ahora, pandemia) no es para tanto, como un simple resfriado que al fin y al cabo sólo se lleva para el otro barrio a los viejos y quienes están predestina­dos. Otros, que es una auténtica hecatombe, la gestión del Gobierno la ha hecho todo aún peor y los médicos no acaban de aclararse, y menos con la aparición de la nueva cepa. Y que cuando se vaya este virus, vendrán otros diferentes.

Aún no he empezado a redactar mi informe, sólo tengo notas escritas a mano, pero les diré que el pesimismo y el catastrofi­smo de muchos con los que he hablado, tal vez la mayoría, me parece exagerado. ¡Si supieran cómo vivíamos en 1843! ¡No se lo podrían imaginar! La suciedad, el hacinamien­to, la falta de higiene, la oscuridad, la contaminac­ión, la miseria... Eran los tiempos de la revolución industrial, y hasta los niños eran explotados en las fábricas, obligados a hacer horarios de sol a sol por unos peniques. Los hospitales eran para los ricos, y no como los de ahora (he visitado una unidad de cuidados intensivos y no podía dar crédito a lo que veía). Si eras pobre y te enfermabas, estaobliga­toria bas apañado. Pero no teníamos el miedo a la muerte que percibo hoy. La muerte era una certidumbr­e, y la vida una casualidad que había que disfrutar mientras se pudiera. Ahora, la muerte parece una aberración, y la vida hay que prolongarl­a como sea, haciendo dieta y cirugía estética, renunciand­o al alcohol y otros placeres, matándose a hacer ejercicio... Me río en voz alta cada vez que pasa a mi lado gente corriendo con la lengua fuera. Y no les digo el cuidado que he de tener para que no me arrollen las bicicletas y los patinetes, no estoy acostumbra­do. Piensen que yo nací en 1843, y la vacunación a los pobres sólo se hizo una década más tarde, porque los privilegia­dos se resistían a pagar un impuesto especial para sufragarlo (el de la renta empezó a aplicarse solo un año antes de que yo naciera, y era meramente simbólico). Ya había un movimiento antivacuna­s, no crean que es nuevo, muchos padres conseguían un certificad­o para que sus hijos fueran al colegio sin estar inmunizado­s, a pesar del riesgo. Pero yo no soy el único que se tiene que restregar los ojos. Leopoldo Bloom se sorprende igual cuando vuelve a Dublín, Jay Gatsby en sus escapadas a Nueva York, y el conde Drácula cuando pasa las vacaciones en Transilvan­ia, ahora parte de la Unión Europea.

Mi hotel me han dicho que es del montón, un tres estrellas (lo que sea que eso significa), pero parece un palacio en comparació­n con cómo era mi casa, o la de Belle, la novia que me dejó al descubrir mi carácter siniestro, o la de la familia Cratchit (el padre, Bob, trabajaba para mí y yo lo puteaba al máximo, le pagaba mal y le hacía pasar frío, y me traía sin cuidado que su hijo Tim fuera discapacit­ado). ¡Pero vaya lujo! Paso calor por las noches, y eso que estamos a finales de diciembre. Me doy un baño caliente cuando me apetece, sin necesidad de calentar el agua en ollas. No he visto ni una rata, y mira que las había por miles… Me cuentan que la niebla ha desapareci­do por completo, porque era provocada por el humo de las fábriy cas, y ya no las hay. Lo cierto es que en mi tiempo muchos días no veías ni lo que tenías a dos palmos de tus narices. Y aún así el alcalde va a poner unos impuestos desorbitad­os para que cada vez haya menos coches. Cuando me inventó Charles Dickens, los autobuses y taxis eran carromatos tirados por caballos.

Entonces había unos mercados estupendos, como el de Leadenhall, me da la impresión de que el producto era más natural, todo “orgánico”, las frutas y vegetales no tenían las formas perfectas de ahora pero sabían mejor. El pescado y la carne, en cambio, no eran tan frescos, y las moscas pululaban a su alrededor. Alucino con las dimensione­s de los “supermerca­dos”, y las cosas que tienen (ropa, libros, medicinas...), aunque estos días he encontrado muchas estantería­s vacías por el bloqueo francés a los camiones en el canal de la Mancha. Ya veo que Boris Johnson y Emmanuel Macron tienen sus rencillas, pero también las tenían a mediados del XIX la reina Victoria y Luis Felipe I. Los alimentos, eso sí, no provenían del continente, los ingleses nos abastecíam­os a nosotros mismos (supongo que los partidario­s del Brexit estarían muy orgullosos).

Bob Cratchit, el empleado al que nunca subía el sueldo, vivía en Camden Town, entonces las afueras, pero yo tenía casa y oficina en Cornhill, el corazón de la City. He podido situarlas porque aún sigue en pie la iglesia de Saint Michael, cuyo torreón veía desde la ventana, y también mi pub favorito, el The George and

Vulture; pero donde yo vivía y trabajaba hay ahora enormes rascacielo­s de oficinas, bancos y apartament­os de lujo, iluminados por la noche aunque permanecen vacíos a falta de compradore­s e inquilinos. Antes, varias familias compartían una estancia diminuta sin cuarto de baño ni cocina, ahora se ve que sobran los habitáculo­s, porque muchos permanecen abandonado­s, propiedad de fondos de inversión.

Todo el barrio es irreconoci­ble. De los viejos callejones y recovecos, quedan muy pocos. Y estos días, por la plaga, parece un poblado fantasma, sin un alma en las calles, bares, tiendas y restaurant­es cerrados, los empleados trabajando en casa (debe ser muy aburrido). En mis paseos londinense­s –he ido a ver el magnífico estadio del Tottenham, mi equipo, me he aficionado al fútbol viendo la tele– no deja de sorprender­me cómo la gente lleva la boca y la nariz cubiertas con mascarilla­s (no sé cómo pueden respirar, no puede ser muy sano), y se apartan o incluso se cambian de acera para no cruzarse con nadie por miedo a contagiars­e. Y no me acostumbro a que hombres y mujeres de cualquier edad vayan hablando solos a voz en grito con unos cascos o un pinganillo en la oreja. Ya sé lo que son los teléfonos móviles, pero aún así mi primera reacción es que se trata de locos de remate. ¡Y la cantidad de gente mayor que hay! En mis días, si llegabas a los 65 te considerab­as afortunado.

Para que yo aprendiera a apreciar

Si Dickens escribiera ahora su cuento, los fantasmas serían Donald Trump, Boris Johnson y el Brexit

El Londres del 2020 es mucho más opulento que el de 1843, y los ciudadanos más libres, pero falta idealismo

el espíritu navideño fue necesario que se me apareciera­n tres fantasmas, el que me mostró cómo era la Navidad cálida y feliz de mi infancia, el que me enseñó cómo mi sobrino Fred y su familia la celebraban en el presente (siempre me invitaban y yo me negaba a ir), y el que me transporta­ba al futuro y se me ponían los pelos de punta al ver al personal congregado en una tumba que llevaba mi nombre. Quizás no estaría de más que ahora volvieran, para poner las cosas en perspectiv­a. Tal vez Donald Trump (el espíritu del pasado) y Boris Johnson (el del presente) y el Brexit (el del futuro) sean esos fantasmas.

El Londres del 2020 es muchísimo más opulento que el de 1843, y los ciudadanos infinitame­nte más libres (la esclavitud se acababa de abolir en el imperio, las mujeres no tenían derecho a voto), aunque hay lugares donde los gobiernos prohíben moverse fuera de determinad­as zonas y no dejan salir de casa por la noche, para que no se propague el virus (tengo que contárselo a mi amigo Jean Valjean, el protagonis­ta de Los Miserables). Entonces había unos pocos ricos y muchísimos pobres (recuerden las hambrunas), ahora los ricos son aún más ricos pero los pobres viven infinitame­nte mejor, y con eso del Brexit mis compatriot­as se han vuelto racistas y la han tomado con los inmigrante­s. Había a mediados del XIX filósofos como el reverendo Thomas Malthus que sostenían que la mayoría de gente era perezosa e inmoral, y que convenía dejar que se murieran de hambre o enfermedad para controlar los aumentos de la población, les sonará familiar. En cambio, Marx y Engels fomentaban la revolución de las clases obreras y la reforma social y política. Thomas Paine fue un visionario que promovió la creación del Estado de bienestar y ayudas a pensionist­as y enfermos, en el que los patronos fueran responsabl­es de sus trabajador­es y los trataran como seres humanos. La impresión que me ha llevado es que ahora la prosperida­d es extraordin­aria pero falta idealismo, el dinero ha corrompido la democracia, hay una preocupant­e tendencia de los estados al autoritari­smo (algunos tienen presos políticos) y faltan alternativ­as al capitalism­o neoliberal descontrol­ado.

Solo me ha faltado ver los taxis voladores que dicen que habrá pronto, pero el Londres que he redescubie­rto me ha parecido espectacul­ar, con las mismas brechas que ya había en mi tiempo pero manifestad­as de otra manera, más racismo y xenofobia de lo que pensaba, con ciudadanos que no son del todo consciente­s de la suerte de la época que les ha tocado vivir, sin hambres, ni guerra, ni esclavitud, con vacunas para combatir las enfermedad­es y hospitales para todo el mundo, incapaces de cambiar por una vez sus costumbres (como la celebració­n de la Navidad, el veraneo, los fines de semana en las segundas residencia­s, los fiestorros) aunque las circunstan­cias sean excepciona­les. Y con mucho miedo a morirse. Uno no se muere nunca. La prueba soy yo mismo, Ebenezer Scrooge, a su eterno servicio.

A un visitante del pasado le sorprender­ía la cantidad de gente de más de sesenta años que hay en las calles

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Un nadador a punto de tirarse al lago Serpentine de Hyde Park el día de Navidad, donde este
año no ha podido celebrarse la carrera de natación de cada 25 de diciembre desde 1864
HANNAH MCKAY / REUTERS Tradicione­s navideñas Un nadador a punto de tirarse al lago Serpentine de Hyde Park el día de Navidad, donde este año no ha podido celebrarse la carrera de natación de cada 25 de diciembre desde 1864
 ?? HELEN MAYBANKS / AP ?? “Ebenezer Scrooge, a su servicio”
El actor Andrew Lincoln, ataviado como el protagonis­ta de Cuento de Navidad, en una fotografía publicitar­ia del teatro londinense Old Vic, que está cerrado por las restriccio­nes contra la Covid-19 y este diciembre ha emitido a través de Zoom las representa­ciones del clásico de Dickens
HELEN MAYBANKS / AP “Ebenezer Scrooge, a su servicio” El actor Andrew Lincoln, ataviado como el protagonis­ta de Cuento de Navidad, en una fotografía publicitar­ia del teatro londinense Old Vic, que está cerrado por las restriccio­nes contra la Covid-19 y este diciembre ha emitido a través de Zoom las representa­ciones del clásico de Dickens

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