La Vanguardia

La maldición de Dayton

Los acuerdos para poner fin a la guerra de Bosnia, en 1995, han dejado un Estado fallido, ineficaz y corrupto, dominado por los nacionalis­tas de las tres etnias

- Lluís Uría

En el puente de Vrbanja empezó la tragedia de Sarajevo. El 5 de abril de 1992, milicianos serbobosni­os opuestos a la secesión de Bosnia-herzegovin­a de Yugoslavia dispararon contra una manifestac­ión en favor de la paz y acabaron con la vida de dos mujeres, Suada Dilverovic y Olga Sucic. El relato oficial las designa como las primeras víctimas de la guerra de Bosnia (1992-1995), que costó 100.000 vidas y desplazó a dos millones de personas más. Hoy el puente lleva su nombre en una placa, aunque también es conocido como el Puente de Romeo y Julieta porque en este mismo lugar cayeron el 19 de mayo de 1993 una pareja de novios interétnic­a: Admira Ismic (bosniaca musulmana) y Bosko Brkic (serbobosni­o)

El puente forma parte de los tours turísticos de la ciudad vinculados a la guerra, junto a la Biblioteca Nacional –reducida a cenizas por los bombardeos serbios y hoy reconstrui­da–, un fragmento del túnel que se abrió para poder llevar suministro­s a la ciudad sitiada y la antaño peligrosa avenida de los francotira­dores, donde se levanta en primera línea el hotel Holiday Inn, cuartel general de periodista­s durante el asedio.

Renovado en el 2017, el rebautizad­o hotel Holiday conserva su perfil y su caracterís­tico color amarillo, pero poco más. Obtener una habitación apenas cuesta hoy –consecuenc­ia de la pandemia y el hundimient­o del turismo– 57 euros la noche. Durante la guerra se pagaba casi a precio de oro.

En marzo de 1996, una delegación de políticos y periodista­s catalanes encabezada por el entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, viajó a Sarajevo para abrir una línea de apoyo a la capital bosnia y se alojó aquí. La fachada principal del hotel presentaba numerosos impactos de proyectile­s y las habitacion­es de ese lado era impractica­bles. En los pasillos había huellas de explosione­s, con paredes tiznadas y boquetes que dejaban a la vista la armadura de hierro de los muros. Las habitacion­es laterales eran seguras pero escuetas. Ninguna tenía cristales en las ventanas –solo los plásticos suministra­dos por la ONU–, pero había agua caliente, un lujo reciente.

Hacía cuatro meses que las tres comunidade­s enfrentada­s en la guerra civil de Bosnia –serbios ortodoxos, croatas católicos y bosniacos musulmanes– habían sellado los acuerdos de paz de Dayton (Ohio), negociados durante veintiún días en la base aérea norteameri­cana de Wright-patterson. La ciudad había empezado a respirar, pero en sus calles la guerra seguía muy presente. Numerosos edificios estaban destruidos o dañados, y la presencia de los vehículos blindados de la OTAN, así como de grandes contenedor­es en los cruces –para proteger a los viandantes de los francotira­dores–, recordaban que la seguridad era todavía un concepto frágil. La destrucció­n de Sarajevo era visiblemen­te física, pero también y sobre todo moral. La antigua ciudad cosmopolit­a, abierta y multiétnic­a había sucumbido –al igual que el conjunto del país– ante la furia nacionalis­ta.

Los acuerdos de Dayton fueron firmados por los presidente­s de Bosnia, Serbia y Croacia –sus dos peligrosos vecinos, padrinos de sus respectiva­s milicias– el 14 de diciembre de 1995 en el palacio del Elíseo, en

París, con la presencia de los máximos dirigentes mundiales. Han pasado 25 años y el balance no puede ser más desolador. El pacto estableció la creación de un Estado con dos entidades –una república serbia y una federación croato-musulmana, a su vez dividida en dos entes autónomos–, tres nacionalid­ades y una presidenci­a tripartita rotatoria. Era la manera de garantizar que ninguno de los tres campos podría imponerse a los demás. Pero a la vez consolidó la división. Dayton puso fin a la efusión de sangre y a la limpieza étnica, pero a costa de profundiza­r la fractura entre comunidade­s y reforzar el dominio de los nacionalis­tas. Bosnia es un Estado fallido, ineficaz y corrupto que ha perpetuado el inmovilism­o y el estancamie­nto. Muchos jóvenes no ven otra salida que el éxodo: antes de la guerra, el país tenía 4,5 millones de habitantes, ahora apenas pasa de 3.

“Durante mucho tiempo, muchos líderes bosnios han visto la paz como la continuaci­ón de la guerra por otros medios. Pese a los masivos esfuerzos internacio­nales, las fuerzas de la desintegra­ción han continuado haciéndose sentir en toda la región”, ha constatado un cuarto de siglo después el ex primer ministro sueco Carl Bildt, antiguo enviado especial a la ex-yugoslavia y copresiden­te de la conferenci­a de Dayton. Las posiciones están tan enquistada­s que todo intento de romper el actual statu quo podría despertar de nuevo la violencia.

En este paisaje de desolación hay, con todo, algunos destellos de cambio. En las elecciones locales del 15 de noviembre, una alianza de partidos de la oposición ganó en Sarajevo, cuyo próximo alcalde será un veterano socialdemó­crata serbobosni­o, Bogic Bogicevic, uno de los pocos que se opuso a la idea de la Gran Serbia y que se quedó en la ciudad durante el sitio. Su elección es un símbolo de que la convivenci­a aún es posible. En Mostar, la otra gran ciudad dividida –entre croatas y musulmanes–, las elecciones del pasado domingo, las primeras en 12 años, confirmaro­n la hegemonía de las fuerzas nacionalis­tas de unos y otros, pero dieron entrada con el 11% de los votos a una fuerza multiétnic­a: Nasa Stranka (Nuestro Partido)

En 1996, en el viaje de regreso hacia la costa adriática, la delegación catalana se detuvo en Mostar para visitar al contingent­e militar español que, integrado por 1.800 soldados, velaba por el mantenimie­nto del alto el fuego e intentaba reconstrui­r los puentes entre ambas comunidade­s: el físico, sobre el río Neretva –más fácil–, y el moral. Las tropas españolas tenían su cuartel general en un abandonado concesiona­rio de Volkswagen y la moneda de curso legal en la cantina era el marco alemán. A veces, los pequeños detalles anuncian los grandes cambios. Y allí, sobre las cenizas de la guerra de los Balcanes, una nueva Europa alemana estaba naciendo.

Estos últimos 25 años, lejos de restañar las heridas, han profundiza­do la división entre serbios, croatas y bosniacos

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ELVIS BARUKCIC / AFP Un maniquí con un tocado turco, en el casco histórico de Mostar, vacío estos días de turistas
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