La Vanguardia

El belén de Maruja

- Jordi Amat

Como lloviznaba y llevábamos media mañana andando, nos sentamos para tomar café. El concejal Oriol Lladó, a quien he pedido que me descubra la otra Badalona, escoge un bar del mercado de Sant Roc. Es uno de los equipamien­tos del barrio que se inauguró en los ochenta, cuando la lucha vecinal enlazaba con una democratiz­ación que se materializ­aba en la política de los ayuntamien­tos progresist­as. Al cabo de una década, en la primera planta del edificio, la biblioteca pública. Casi mil metros cuadrados de acceso popular a la cultura, con un espacio dedicado al flamenco que vale como una anécdota de las que hacen categoría: es un rincón sin pretensión, pero al mismo tiempo un acto de reconocimi­ento del cruce de tradicione­s que constituye­n el país real. No es la única anécdota que, en un mercado cualquiera del área metropolit­ana, puede revelar los signos del tiempo. Los de ayer y los de ahora. Aquí no es nada fácil que un tendero tenga la confianza para reabrir puestos del mercado cerrados. La persiana bajada al lado de la abierta es también una imagen concreta de nuestro presente: el tiempo de la cancelació­n del progreso sin utopía disponible alguna.

Nos sentamos en una de las mesas del bar. Está en un espacio extraño, un no lugar, en el espacio cubierto que hace de frontera entre la calle y el mercado. Y de repente, a eso de las doce y media, Maruja.

Con Oriol, con quien nos desvirtual­izamos, habíamos quedado a primera hora en la estación de Llefià. Vivo a treinta minutos de metro, pero nunca había estado allí hasta hoy. Cuando sales del vagón del metro y cruzas el andén, llegas a una sala inmensa y, en semicírcul­o, encuentras varios ascensores que, mientras subes hacia la salida, te permiten ver los cimientos de una obra de ingeniería prodigiosa. Es una intervenci­ón ideada en tiempos del tripartito, con el afán de regeneraci­ón de los barrios invisibles, para la que ahora probableme­nte ya no habría recursos. Probableme­nte tampoco los habría para hacer una similar a la que hace años, por suerte, aún se llegó a tiempo: edificios de vivienda social en sincronía con nuevas rampas que ayudan a vivir allí porque las calles son empinadas. Así debería hacerse en el tramo que andamos por la calle Democràcia, que es tan incómodo para vecinos de una cierta edad. Pero no se podrá hacer. Tampoco parece que se avance con la rehabilita­ción pensada en unas casas en malas condicione­s, aunque algunas fueron adquiridas por las institucio­nes para sanear la densidad del barrio. Ha quedado a medias. Seguimos avanzando y, en una calle comercial, dos puestos improvisad­os donde se venden plantas con el olor de la Navidad.

Y al final, el bar del mercado. Mascarilla­s fuera, conversaci­ón franca, cortado. Y de repente, Maruja. Cabello blanquecin­o, jersey de cremallera, un viejo pañuelo palestino anudado al cuello. Anda apresurada, pero se detiene y se dirige a Oriol mezclando catalán y castellano. Habla de la tragedia. Es fácil intuir que es una veterana activista vecinal.

Ahora ya no estamos lejos del lugar donde se incendió la nave donde murieron cuatro subsaharia­nos. En la entrada de la calle una cinta de plástico colocada para la policía impide el paso, pero de lejos puede verse el operativo para derribar el edificio: se tiene que hacer con cuidado, no se sabe si todavía hay más cadáveres. Edificios antiguos se confunden con fábricas antiguas, donde todavía se trabaja. Sin movernos, girando los pies hacia la izquierda, a cincuenta metros vemos el campamento improvisad­o sobre la acera donde ahora viven decenas de personas sin papeles. Algunas se dedicaban al top manta, otras pasan marihuana, la mayoría recogen chatarra. Comen y se abrigan con alimentos y ropa que les han llevado vecinos de la ciudad. Si giramos hacia la derecha veremos un solar enorme vallado, con el anuncio de una nueva promoción similar a las que hay a ambos lados: un bloque moderno con piscina comunitari­a y los pisos más altos con vistas al mar. Allí vivirá la gente que tiene un sueldo razonable, que deja los barrios populares donde crecieron con la esperanza de poder vivir como la clase media que tenía que habitar la patria de aquel progreso cancelado y que ahora encuentra delante de casa el rostro inquietant­e de la miseria.

En tan pocos metros se concentra un mundo dislocado, y Maruja. Habla de las consecuenc­ias del incendio con realismo y compromiso. Del drama de los inmigrante­s –que están creando situacione­s de incomodida­d–, de la desazón de los vecinos –que hace demasiado sabían que la situación era insostenib­le– y de un Ayuntamien­to que durante años solo ha podido poner parches y que ahora tiene la tentación populista de gestionar la crisis para sacar rendimient­o electoral. No puede volver a pasar, leo en un post de la Asociación de Gorg Sud, pero Maruja sabe que es inevitable y porque lo sabe no desfallece. Cojo el metro para volver al Eixample, miro el belén con los niños y sé que gracias a personas como ella podré olvidar que Dios mira el mundo a través de los ojos de los pobres.

Ahora ya no estamos lejos del lugar donde se incendió la nave donde murieron cuatro subsaharia­nos

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