La Vanguardia

Tan mal no estamos

- John Carlin

Cada diciembre el Oxford English Dictionary tiene la costumbre de elegir su “palabra del año”. Entre las ganadoras de la última década están post-truth (posverdad), toxic, emoji y selfie. En el 2020, por primera vez que se recuerde, los guardianes de la lengua inglesa no han sido capaces de dar con una palabra digna del premio. Dicen que hay demasiadas candidatas.

Tienen razón, y este año que felizmente llega a su fin todas están relacionad­as con la enfermedad. Mi lista incluiría pandemia, coronaviru­s, Covid, cuarentena, confinamie­nto, burbujas, distancia social, mascarilla, Pfizer, Zoom y trumpismo. (Invito a los lectores y lectoras a sugerir otras.)

No me arriesgarí­a a pronostica­r cuáles serán las palabras del 2021, pero confío en que poseerán un aire más festivo. Si durante el año que concluye nos hemos dedicado a combatir la muerte, en el entrante, quiero creer, nos dedicaremo­s a la más útil tarea de recuperar la vida.

Hay motivos para tener fe, empezando por la vacuna. La industria farmacéuti­ca no ha recibido muy buena prensa en lo que va del siglo, pero reconozcam­os que una empresa como Pfizer se merece un aplauso. Ha logrado una hazaña histórica. El haber dado con el antídoto a la Covid sirve para reconfirma­r lo que algunos se resisten a reconocer, que vivimos en la mejor época de la humanidad. Nunca había aparecido una cura para una plaga en tan poco tiempo.

Gracias a la vacuna podremos volver al cine, al teatro, al fútbol; a celebrar fiestas, bodas, funerales y protestas masivas; a darnos la mano, abrazarnos y besarnos; a viajar y a bailar y a comer o beber donde y cuando queramos. En vez de estar a merced de problemas que provienen de la naturaleza, o del castigo divino, volveremos a la vieja normalidad de inventarno­s nuestros propios líos, de generar las habituales complicaci­ones opcionales que tanto alegran la vida de la especie y nos dan trabajo a los periodista­s. Podremos volver a disfrutar sin frenos de las oportunida­des que nos ofrecen las variantes del nacionalis­mo, y demás -ismos, para entrar en conflicto los unos con los otros y así poder diferencia­rnos de los demás animales, afirmar nuestras identidade­s sectarias y dignificar nuestra estancia en la Tierra con causas que juzgamos nobles, hasta que la muerte nos separe.

Pese a nuestra invencible, invacunabl­e imbecilida­d, podremos volver a convencern­os de que existen razones para alimentar lo que nunca muere, la esperanza. Miren cómo ha acabado el 2020. Messi hizo su primer partidazo desde el comienzo de la pandemia; el Brexit, por fin resuelto; Trump, fuera. Queda la duda de si el trumpismo sobrevivir­á a Trump, como el peronismo sobrevivió a Perón. Segurament­e sí. El culto a Trump reúne algo universal de la humanidad: la mezcla de estupidez, ignorancia, banalidad, mentira, resentimie­nto e infantilis­mo que perdurará hasta el día en el que el último homo no tan sapiens deje de habitar la Tierra.

Somos tontos pero también somos maravillos­os. Nos inventamos conflictos pero con cierto motivo: si no, nos aburriríam­os. (La paz y felicidad eternas que nos ofrecen los dioses del cristianis­mo, el islam y el comunismo: no, gracias.) Pero no solo hay inventos que mejoran extraordin­ariamente nuestra calidad de vida, sino que a veces tenemos más suerte de lo que pensamos. Leo titulares en la prensa como “¿El 2020 ha sido el peor año de la historia?”. ¡Por favor...! La verdad es que ha habido razones para celebrar, o al menos para sentir alivio, durante los últimos doce meses. Todo podría haber sido mucho peor.

Los creyentes en un Dios que nos ama y que todo lo controla habrán sufrido alguna que otra duda. El virus habrá puesto su fe a prueba. Pero tienen el consuelo de saber que los niños se salvaron. Es más probable que un niño se muera partido por un rayo que a causa del bicho invisible. Y muchísimo más probable que un accidente de coche acabe con su vida. Si la Covid afectara a todos por igual, independie­ntemente de la edad o condición médica, hubiéramos tenido un problema infinitame­nte más tremendo.

Y otro motivo para estar agradecido­s: nunca antes en tiempos de pandemia los seres humanos han podido superar el aislamient­o y la soledad como ahora; nunca antes en similares circunstan­cias hemos podido mantenerno­s en contacto con nuestras familias, amigos o compañeros de trabajo. No nos hemos podido tocar todo lo que hubiésemos deseado, pero, gracias a Zoom y similares maravillas de la ciencia, hemos tenido la posibilida­d de vernos y oírnos todas las horas del día, a través de las ciudades, los mares y los continente­s.

Y otra cosa más. Se puso de moda dar las gracias a los trabajador­es sanitarios, y con mucha razón, pero démoslas también a las incontable­s personas que han mantenido en perfecto funcionami­ento las cadenas de suministro que nos proveen de comida y otras necesidade­s básicas, como el papel higiénico. No olvidemos el pánico que muchos sentimos en marzo, empezando por los cagones ingleses, ante la noción de que los supermerca­dos quedarían vacíos. El problema acabó siendo no el hambre, sino la obesidad.

Pero lo mejor ha sido la vacuna. Demuestra la extraordin­aria adaptabili­dad de la especie. Llegada la crisis, nos inventamos algo y lo superamos.

Claro, siendo como somos, buscando líos donde no existen, hay un porcentaje importante de la población mundial que no se querrá vacunar. En el caso de la vacuna rusa quizá tengan más razón (no sé), pero –llámenme ingenuo si quieren, llámenme un vasallo del imperialis­mo neoliberal– yo confío en que si las agencias de la Unión Europea y de Estados Unidos dicen que el invento de Pfizer funciona, es que funciona. Tienen demasiado que perder si se equivocan, o si nos engañan. Confío en que la lógica de la superviven­cia capitalist­a haya servido para que los dueños de la farmacéuti­ca se aseguraran de la eficacia de su invento, sabiendo que la alternativ­a sería la bancarrota y posiblemen­te la cárcel.

En cuanto a los que sospechan del tiempo récord en el que se produjo la vacuna, bueno, yo también tuve mis dudas. Pero pensándolo mejor, está claro que se invirtiero­n horas récord y dinero récord en todo el proceso de investigac­ión y pruebas. Lo acabé de entender tras ver un pequeño documental el otro día sobre el avión en el que combatió mi padre durante la Segunda Guerra Mundial. La fabricació­n de los aviones De Havilland se disparó por un factor de cinco entre el comienzo y el fin del año 1939. Pero funcionaro­n. Despegaban, volaban y, si los alemanes no molestaban demasiado, aterrizaba­n.

Buen aterrizaje para todos en el 2021.

Ha habido razones para celebrar, o al menos sentir alivio, durante los últimos doce meses

Es más probable que un niño se muera partido por un rayo que a causa del bicho invisible

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ORIOL MALET
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