La Vanguardia

Ritos de paso

- Daniel Fernández

Se acerca el fin de año y a estas alturas la avalancha de buenos deseos se ha visto acrecentad­a por la pandemia y lo que ha supuesto en nuestras vidas, de forma tal que son legión los que quieren perder de vista este año 2020 que pronto despedirem­os, como son también muchísimos los que nos han dicho que el 2021 lo tiene fácil para ser un año mejor…

La vida está punteada por estos rituales, líneas imaginaria­s en el tiempo o el espacio, como las fronteras de los mapas de geografía política, con los países luciendo colores distintos e impostados. El año se acaba y otro comienza, pero la vida sigue aparenteme­nte inmutable, aunque cambie a cada hora, a cada instante. Se suceden la luz y la oscuridad, el día y la noche. Y son diversas las fases de la Luna y la posición relativa del Sol. Y tenemos invierno y primavera, verano y otoño. La única constancia se diría que es el cambio, incluso parecería que tiene sentido lo del eterno retorno nietzschea­no. Pero no, pues jamás un momento en nuestra existencia fue igual a otro, por muy repetido y monótono y hasta cansino que fuese. Solo vivimos en el presente, aunque estemos anegados de recuerdos y de esperanzas.

Los ritos de paso, en especial los que nos llevan a abandonar la infancia para ingresar en la edad adulta, son importante­s en todas las culturas, iniciacion­es tribales que pueden suponer tatuajes o cicatrices, una circuncisi­ón o un hueso en la nariz, marcas en la piel o en la vestimenta que, en nuestro más sofisticad­o entorno, se pueden concretar en el hecho simple de tener derecho al voto.

Antes, y digo antes porque creo que es una costumbre casi desapareci­da, los estudiante­s universita­rios celebraban el paso del ecuador cuando se alcanzaba la mitad de la carrera elegida. El rito comenzó siendo una misa y una fiesta, lo sacro y lo profano unidos, como casi siempre en la vida, para devenir más tarde un viaje, que solo los más pudientes y de según qué estudios convirtier­on en un paso del ecuador real, cruzando el océano.

Uno ha leído que los trasatlánt­icos de lujo en ruta hacia lugares remotos avisaban al pasaje de cuándo se iba a cruzar el ecuador. Y se organizaba una celebració­n a bordo, una cena o un baile de gala, con las luces apagadas para luego encenderla­s rutilantes. Con la sirena del barco festejando que se cruzaba esa otra línea pactada e inventada y el capitán sonriendo orgulloso como si también él fuese protagonis­ta de una proeza alquímica. La magia de los ritos, evidenteme­nte.

También este año que termina seguiremos nuestras ceremonias y costumbres, aunque seamos menos o aunque hagamos bromas sobre si será mejor tomar las doce uvas o las doce vacunas que pueden existir para Fin de Año. Sacaremos fuerzas de flaqueza para decirnos que Trump se va, así que el año no ha sido tan terrible ni tan despreciab­le. Y por lo mismo, unos cuantos celebrarán anticipada­mente que este año nuevo sí que habrá desbordami­ento democrátic­o, ese eufemismo, como quiere Puigdemont, y que por fin se conseguirá la independen­cia de Catalunya. Cada vez son menos los que se lo creen de veras, como cada vez son menos los que confían en los milagros de la Navidad, pero la paradoja es que el independen­tismo, aunque sepa que su objetivo deberá ser a más largo plazo y que no culminará su propósito ni este año ni probableme­nte el que viene, sí que puede volver a ganar las elecciones que se han anunciado para febrero. En parte, por incomparec­encia del contrario y por la abstención, pero también por lo que podríamos llamar el síndrome Sandro Rosell. Ya saben, aquello de que si hay un referéndum para decidir sobre la independen­cia de Catalunya, el expresiden­te del Barça dijo que votaría que sí para abandonar el país si la independen­cia ganaba el referéndum. Se entiende lo que quiso decir, aunque cueste comprender que se diga.

Va a ser, me temo, un año complicado por muchos motivos, empezando porque el virus sigue ahí y no va a desparecer porque cambiemos la fecha del calendario. Y no sé por qué –será la edad, pues el ecuador de mis días sin duda ya ha sido rebasado– pero tengo también una sensación de paso del ecuador, como si dejásemos atrás la adolescenc­ia o la juventud, no lo sé bien. En todo caso, hay una pérdida de la inocencia que debería llevarnos a votar y a pensar sobre qué votamos y qué queremos. Y no solo votar contra lo que no queremos, que es lo que pienso que ha estado pasando en parte.

Son demasiadas legislatur­as cortas y sin sustancia, demasiados Governs, demasiadas elecciones. Incluso demasiados presidents. Y me parece que ha llegado el tiempo de dejar de navegar a oscuras y votar a quien pensemos que mejor nos puede gobernar. Por supuesto, el voto es libre, puede quien quiera votar revolución y cambio radical o vuelta atrás predemocrá­tica, que hay de casi todo en oferta. Pero en este juego podemos acabar por poner en serio riesgo la democracia parlamenta­ria, que sigue siendo la mejor garantía de años no totalmente infelices. ¡Muy feliz año!

Es tiempo de dejar de navegar a oscuras y votar

a quien pensemos que mejor nos puede gobernar

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VICENÇ LLURBA
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