La Vanguardia

Buen, mejor año

- JOAN DE SAGARRA

El lunes 21 de diciembre, a las 7.30, el colega Quim Monzó desayunó un bocadillo de jamón, se tomó un café “bastante bueno” en el bar de debajo de su casa, pagó y se fue al estudio, como tiene por costumbre, según nos contaba al día siguiente en su columna de este diario. Hasta aquí nada de particular: Monzó se instala en su estudio, pone en marcha los radiadores, el portátil y la radio… y a eso de las once le vienen ganas de tomar otro café. “Pero, escribe el pobre Quim Monzó, no puedo bajar al bar porque a las 9.30 han cerrado”. Toma castaña. “Un cuarto de hora más tarde”, leemos el martes en su columna, “las ganas de café me han aumentado y sigo sin saber si me darán, ni que sea para llevármelo”. Las normas que se hicieron públicas durante el fin de semana no son, como afirma Monzó, nada claras. “¿De 9.30 a 13 cierran el bar por completo o solo para consumir in situ?”, se pregunta el columnista. “En cualquier caso, no me gusta tomar café en un vasito de cartón”, nos confiesa Monzó y acto seguido se pregunta si no habrá llegado la hora de comprarse “una cafetera de esas que van con cápsulas…”.

A mí me ocurrió algo parecido, pero no con el café. A mí, el problema, vamos a llamarlo así, me ocurrió a la una de la tarde de aquel mismo lunes, 21 de diciembre, justo cuando el amigo Monzó, como este cuenta en su columna, pudo acceder de nuevo al bar de debajo de su casa a tomarse el dichoso café. A esa hora, cinco minutos antes cinco minutos después, yo tenía por costumbre –pido disculpas por contárselo una vez más– ir a tomar el aperitivo con mis amigos y vecinos, Luc y Josep. Pues bien, ese lunes, a la una y cinco minutos de la tarde, me senté en una de las tres mesas que hay en la acera del Adonis (Bailén, esquina Còrsega). La mesa estaba preparada para el almuerzo, para cuatro personas, con los correspond­ientes tenedores y cuchillos, pero no les hice caso. ¿Por qué? Pues porque no era la primera vez que el camarero, un mozo muy simpático, me invitaba a sentarme en ella mientras aguardaba a Luc y a Josep y él mismo retiraba los cubiertos. Pero el lunes, el fatídico lunes 21 de diciembre, el simpático mozo, sintiéndol­o mucho, me dijo que o almorzaba –es decir, almorzábam­os– o se veía obligado a pedirme que me fuese, nos fuésemos con el aperitivo a otra parte.

Vamos a ver: si a uno le duele, por no decir le cabrea, que la autoridad competente le imponga, en plena pandemia, ciertas conductas más o menos comprensib­les o en absoluto comprensib­les sin darnos explicació­n alguna o lo suficiente­mente satisfacto­ria, ¿cómo vamos a aceptar de un simpático camarero ese “o hamburgues­as o a la calle”? Si al menos nos hiciese cinco céntimos sobre las razones del patrón para privilegia­r las hamburgues­as ante mis dos o tres whiskeys diarios y las correspond­ientes cervezas de mis amigos durante un par o tres de años… y en los que en más de un ocasión he terminado zampándome su rico pataky de ternera. Total, que además de los “expertos” en la pandemia, de los políticos que nos han caído en suerte, por no decir en desgracia –Josep Cuní entrevista a Quim Torra, quien se autobautiz­a como “el president de la pandèmia”, a lo que Jordi Barbeta le dice nanay: “El president de la pancarta”, y Cuní lo arregla llamándole “el president de la P”. ¿P de “pocasolta”?–, tenemos que soportar el silencio de las gentes que, un día sí y el otro también, nos alegraban la vida con lo que queda, si algo queda, de las terrazas que nos descubrier­on nuestros padres. Total, que el aperitivo sigue –como el café del amigo Monzó–, pero en la terracita de un chino, encantador, limpio y a mitad de precio, a cincuenta metros del Adonis, con su fotografía en la barra de una Carmen Broto que parece no entender qué carajo pasa en el local.

Mi vecina, Paquita, me pide (23 de diciembre) una receta del capón relleno a la catalana. Le digo que hace un montón de años que no lo cocino, pero le paso la receta que le di a mi querido Manolo Vázquez Montalbán y que este publicó el mes de diciembre de 1970 –hace 50 años– en las páginas del CAU (Cuadernos de Arquitectu­ra y Urbanismo). Ahí va.

Después de limpio y chamuscado el capón se le cortan las patas y el cuello, teniendo cuidado de conservar un trozo de piel del mismo para poderlo coser una vez relleno. En una cazuela con un poco de manteca de canónigo se sofríe el lomo, las pubillas cortadas en trocitos, junto con las ciruelas, previament­e hervidas, los concejales, las almendras, los coros de Clavé, los piñones, la Ben Plantada –un metre vuitanta-cinc centímetre­s d’alçària; de terra a la cintura, un metre vint-i-cinc; seixanta centímetre­s de cintura enlaire–, el Ou com balla, el doctor Aramón i Serra, la Pastoreta, el Dragón, las salchichas, la Dama del Paraguas, las pasas, el señor Montal (don Agustín), la familia Ulises, los riñones, en Manelic, la botifarra, las siete mil dainas, las nueve musas y las cuatro virtudes cardinales, la Tieta y una trufa cortada a trocitos. Una vez rehogado, se rellena con ello el interior del ave y el buche, sazonándol­a primero en polvos de pica pica y una cucharada sopera de Floïd. Así preparado el capón, se sazona con sal, se unta con manteca de cerdo y se pone en la cazuela junto con las flores, las violes y un paquete de Tampax, súper. Se deja cocer lentamente y, cuando empieza a dorarse, se echa la fanta y el Emuliquen, se cubre el capón con una hoja de papel de estraza engrasada, se introduce dentro de la barretina, y encima se le van echando gotas de agua –de la fuente de Canaletas– a medida que se va cociendo. Una vez cocido, se trincha con mucho cuidado para no lastimar al Patufet. Buen, mejor año.

“¿Cómo vamos a aceptar de un simpático camarero ese ‘o hamburgues­as o a la calle’?”

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XAVIER CERVERA Las nuevas normas que imperan en bares y terrazas restringen el consumo a horas muy concretas
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