Ser como los niños
El Evangelio nos sorprende en muchas ocasiones, como sucede, por ejemplo, con la alusión a los niños, puestos en boca de Jesús en más de una ocasión. Hay que tener en cuenta que, en el siglo I, el niño pertenece a un grado inferior: es aquel que todavía no se ha convertido en hombre. Se le considera, carente de dignidad humana plena y, de hecho, se le descuida hasta el punto de que su opinión no interesa para nada, ni se le tiene en cuenta de cara al desarrollo de la sociedad.
Cuando Jesús pide a sus discípulos que no impidan a los niños acercársele, y, más todavía, cuando los bendice y los acoge en sus brazos, está dignificando al ser humano en todos sus estadios. Yendo a contracorriente, pues, y siguiendo su línea de pensamiento, Jesús se erige como defensor de aquellos que están en inferioridad de condiciones y que suelen ser despreciados en su pobre humanidad.
Lamentablemente, tras veinte siglos, no es que hayamos mejorado mucho. Demasiadas veces oímos hablar de niños falsamente madurados como soldados; o lamentablemente prostituidos, víctimas de abusos de todo tipo, incluso dentro de la misma Iglesia; o trabajando en condiciones infrahumanas. Niños que no han podido vivir su infancia, obligados a entrar en la miseria del comercio, del odio, de la desesperación. La escena de Jesús, pues, se convierte en exigencia ética que nos empuja a construir un mundo más justo.
Con todo, parece que el Maestro no tiene bastante con usar a los niños para pedir acogida y justicia, sino que, en sus palabras, estos infravalorados se erigen en protagonistas prioritarios del mundo nuevo que se instaura. Para mostrarlo de una manera clara y simbólica, Jesús llama a un niño y lo sitúa en medio de él y sus discípulos. El gesto profético no pasa desapercibido. Aquel niño está ocupando el lugar que le corresponde al maestro, al hombre importante, a la autoridad. De nuevo, las coordenadas evangélicas se expresan a través de una antítesis: lo que para la sociedad es pequeño, para Dios es grande.
Tampoco pasa desapercibido el contexto de esta escena. Los discípulos han preguntado a Jesús quién es el más importante en el Reino. Se nota aquí la gran distancia entre el pensamiento humano, siempre ávido de grandeza y de prestigio, y el pensamiento divino, que se expresa en términos de sencillez y de humildad. La catequesis de Jesús es clara: “Si no volvéis a ser como los niños, no entraréis en el Reino del cielo” (Mt 18,3). Evidentemente que Jesús no nos invita aquí a un infantilismo ingenuo e irresponsable. Por el contrario, tenemos que ser como un niño, es decir, ser –libremente y como un acto de donación–, más sencillos y humildes, viviendo la limpieza del corazón, a semejanza de aquellos pequeños y despreciados que no tienen más calidad que la de ser escogidos por su propia pequeñez.
Saberse querido por Dios, no por las propias cualidades sino por su gran misericordia, es signo de haber captado el gran don del Evangelio. Quien vive así, nunca más podrá sentirse decepcionado, porque sabe que su felicidad radica en la confianza plena: la del hijo que se siente querido por el Padre del cielo. Esta libertad de espíritu es la mejor preparación para entrar en el misterio de Amor que celebramos durante la Navidad. Y que la inocencia y simplicidad de nuestros niños nos ayude a cultivar la necesaria ternura para confrontar las contradicciones de la vida y de los momentos que vivimos con un mínimo de esperanza.
Yendo a contracorriente, en su línea de pensamiento, Jesús se erige en defensor de los niños y de los más pobres