La Vanguardia

El año doliente

- María-paz López

El año que se va ha hecho aflorar lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y nos ha obligado de manera despiadada a confrontar­nos con nuestras propias debilidade­s ante el coronaviru­s, en un ejercicio continuo de tensión con las fortalezas que, pese a todo, siguen anidadas en el espíritu humano. Solidarida­d y egoísmo, valentía y miedo, responsabi­lidad e insensatez, esperanza y desengaño, resignació­n e ira, nos acompañan desde que la Covid-19 irrumpió en nuestras vidas a inicios del 2020.

Gobiernos, institucio­nes y corrientes de pensamient­o se han visto también sometidos a la prueba de estrés que suponen la pandemia y sus derivadas sociales, económicas y políticas. Las religiones del mundo, tocadas asimismo por la dura prueba, han sentido el golpe en una seña básica de su identidad: la dimensión comunitari­a del rito. La primera ola de la pandemia, en la primavera, impactó en festividad­es esenciales: la Pascua cristiana, la Pésaj judía y el Ramadán islámico. La segunda ola ha ensombreci­do la Navidad, una fiesta cuya cálida dulzura va más allá de la vivencia religiosa cristiana.

Imposibili­tados para reunirse en gran número como antes, líderes religiosos y fieles se las ingenian para practicar la fe en el confinamie­nto o en medio de drásticas restriccio­nes a la vida pública. La creativida­d y el tesón se han agudizado: hemos visto a sacerdotes decir misa en azoteas, a fieles crear y compartir playlists de servicios religiosos en internet, y a monjas coser mascarilla­s para el personal sanitario, que lo ha dado todo en este trance y cuya dedicación es imposible de adjetivar: cualquier elogio se queda corto.

El brazo caritativo de las religiones se ha hecho aún más largo y decisivo en esta adversidad. Iglesias, sinagogas, mezquitas y templos de todos los credos, junto a sus entidades relacionad­as, han redoblado esfuerzos para alimentar, vestir y proteger a las personas más vulnerable­s.

Pero en el ámbito de la fe religiosa hemos visto también negacionis­mos recalcitra­ntes y altavoces de desinforma­ción, muchas veces espoleados por los gobernante­s de algunos países: en Estados Unidos, evangélico­s trumpistas se empeñan en congregars­e; en los Balcanes y Europa del este, algunos líderes ortodoxos desafían las reglas de distancia interperso­nal; en el orbe musulmán, pese a que Arabia Saudí cerró La Meca a las peregrinac­iones del exterior, hay imanes que cuestionan el cierre de mezquitas; judíos ultraortod­oxos retan a las autoridade­s en Israel y en Nueva York con ritos masivos sin mascarilla; y en el ámbito católico, algunos grupos –pocos, por fortuna– aún refunfuñan por los decretos de las autoridade­s sobre aforo de las misas.

Este año doliente que concluye dará paso a un 2021 que, gracias a las vacunas anti-covid, promete encarnar el principio del fin de la pandemia. Me quedo a este respecto con la apelación del papa Francisco en el mensaje urbi et orbi de

Las religiones del mundo, afligidas por el virus, miran con anhelo al 2021, el año bendito de la vacuna pero solo si las preciadas dosis llegan a todos

Navidad: “En este tiempo de oscuridad e incertidum­bres aparecen luces de esperanza como la de las vacunas, pero para que estas luces lleven esperanza al mundo entero tienen que estar a disposició­n de todos”. Para que el 2021 sea el año bendito de la vacuna, sus preciadas dosis deben llegar a las periferias de la sociedad, a los migrantes atascados en campos insalubres, a las poblacione­s sometidas a guerras, y a los países pobres; o la humanidad anotará otro fracaso.

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HAZEM BADER / AFP En Belén. Religiosas con mascarilla, dirigiéndo­se el día 25 de diciembre a la basílica de la Natividad, en Belén (Cisjordani­a), para la misa matinal
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