La Vanguardia

Los inocentes

- Antoni Puigverd

Hacía muchos años que no vivía una Navidad tan quieta. Desde que murieron mis padres, se reunían en mi casa entre 15 y 25 familiares. Dedicábamo­s muchas horas a cocinar. El piso parecía una lata de sardinas. Pero lo pasábamos bien. Era el único día del año en el que nos encontrába­mos todos: hasta los de Madrid, Düsseldorf y Suiza (las familias actuales están repartidas por el mundo). La Covid ha alterado abruptamen­te una tradición basada en la fiesta del reencuentr­o y en el recuerdo de los muertos que nos han precedido. Con todo, pasamos la mañana de Navidad en casa de los nietos, con mascarilla, para hacer cagar el Tió. El pequeño Pau no acababa de entender este juego mágico: se interesaba más por el palo de aporrear que por el tronco aporreado. Pero Lluc, que ya tiene cuatro años, cantaba los villancico­s con una afición tal que sus venas yugulares se hinchaban como si tuvieran que estallar. El Tió no es sordo, le dije. “¡No tiene orejas!”, contestó, inquieto. Como no podía ser de otra manera, el Tió escuchó a Lluc con rendida devoción de abuelo. Puesto que el nombre de su grupo escolar es Dinosaurio­s, el Tió le ofreció un primer kit de arqueólogo: una pequeña maza de madera, un cincel y un cepillito para sacar de una dura bola de arena las piezas de un esqueleto de dinosaurio, que después hay que montar. Cuando nos marchamos, ya las había desenterra­do.

Es engorroso y enervante quitar o ponerse la mascarilla para comer, o bien tener la impresión de que estás haciendo algo socialment­e incorrecto o sanitariam­ente peligroso. De modo que comimos solos en casa y luego pasé la tarde de Navidad leyendo Flores de sombra (Galaxia Gutenberg), una novela de Aharon Appelfeld que cuenta la historia de Hugo, un niño judío de nueve años: su madre lo confía a una amiga, una prostituta ucraniana, para salvarlo de las garras de los alemanes. Aunque son de una escrupulos­a contención sentimenta­l, las escenas en las que la madre aconseja al pequeño y el desplazami­ento nocturno por las cloacas para no ser descubiert­os dejan el corazón en un puño. En manos de uno de uno de esos novelistas emotivos, y no digamos de un cineasta, este argumento competiría con el llanto de pelar cebollas. Pero Appelfeld no busca el efecto sentimenta­l, sino la crudeza de la realidad. Una madre inteligent­e, solidaria y laica ha educado a su hijo en el razonamien­to, la lectura, el ajedrez y el pudor afectivo. El padre ya ha sido arrestado y enviado a un campo de exterminio. Escondidos en un sótano, la madre prepara a Hugo. No habla mucho. Procura evitar besos y efusiones. Anticipa la separación con frialdad, para hacerla más llevadera. Le recuerda que tiene que hacer los deberes y leer libros, le recomienda discreción para no molestar. Cuando llegan a casa de la prostituta, la madre lo deja en el umbral de la puerta para no alargar la despedida:

–Hugo, querido, sé siempre tranquilo y educado, no molestes con preguntas y no pidas nada. Di siempre por favor y gracias –dijo con la voz quebrada.

–Madre –él trató de detenerla un poco más.

–Me tengo que ir, cuídate mucho, querido.

Le dio un beso en la frente y le apartó. Escondido en una recámara del prostíbulo, el pequeño Hugo se salva gracias a la generosa protección de Mariana, prostituta apaleada, alcohólica y ciclotímic­a. Hugo aprende a perder la inocencia. Aprenderá esencialme­nte que si sigue vivo es porque dos personas han muerto para salvarlo. Appelfeld, un escritor hebreo tan áspero como excelente, vivió una experienci­a similar, huyendo cuando era un niño del campo de exterminio de Transnistr­ia y refugiándo­se en un bosque, acogido por ladrones, prostituta­s y proscritos. La narración de Hugo inspirada en la realidad mantiene cierto parecido con la distopía de La carretera (Debolsillo), de Cormac Mccarthy: la desesperad­a lucha de un padre por salvar a su hijo de la ominosa desolación posnuclear. Estos dos libros son la versión contemporá­nea del sacrificio de los Santos Inocentes. El mal preside nuestra existencia y los niños son sus víctimas propiciato­rias.

Cientos de chavales acaban de ser secuestrad­os por los salvajes de Boko Haram. Millones de inocentes son maltratado­s sexualment­e por depredador­es abominable­s (muchos de ellos en su propia familia). Son incontable­s los niños que mueren hambriento­s o enfermos en los campos de refugiados; y los que se ahogan en nuestro Mediterrán­eo. Todos ellos, a diferencia de Pau y Lluc, mueren o sufren cruelmente sin que ningún Tió los escuche. Si una parte de estos inocentes se salva, es siempre por la generosa entrega de alguien que abandona su zona de confort, como mi amigo Sergi d’assís, un monje que se ha ausentado de Montserrat para trabajar con niños de Uganda, o como María Antonia, una monja nacida en Torelló que trabaja desde hace 40 años con niños africanos entre guerriller­os y secuestrad­ores. Diariament­e, el mundo es testigo de la matanza y el sufrimient­o de los inocentes. Esta es la esperanza: para salvarlos, es necesario que alguien dé la vida por ellos.

Esta es la esperanza: para salvarlos, alguien tiene que dar la vida por ellos

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