La Vanguardia

De Azaña a Numancia

- Alfredo Pastor

El pasado 18 de diciembre el colectivo Treva i Pau, al que pertenezco, publicó en este diario el artículo “Azaña, aquí y ahora”, coincidien­do por casualidad con la celebració­n de un homenaje a don Manuel Azaña que fue honrado con la asistencia del Rey. El artículo no trataba tanto de la biografía política de Azaña como de sus cualidades de intelectua­l y de prosista, y se proponía extraer algunas lecciones de su biografía que pudieran sernos de utilidad, como rezaba el título, aquí y ahora.

Tras la lectura del artículo, un amigo mucho más leído que yo en la historia de la España del siglo pasado me manifestó su indignació­n por el retrato de Azaña que se desprendía del artículo, pues considerab­a a Azaña responsabl­e principal de los enfrentami­entos que desembocar­on en la Guerra Civil; y su estupor ante el hecho de que el Rey asistiera a un homenaje a uno de los que más habían hecho por destruir la monarquía en España. Que personas que me merecen igual respeto tengan opiniones tan distintas de una misma persona me obliga a hacer algo por salir de dudas. Acudo a Wikipedia, no con la pretensión de enjuiciar a alguien ya lejano en el tiempo (Azaña nació en 1880) y sobre el que tanto se ha escrito, sino solo pensando que una breve semblanza del personaje me permitirá quizá saber por qué se le celebra hoy un homenaje que merece la presencia del Rey.

La primera lectura no es muy favorable al personaje. Manuel Azaña fue presidente del Gobierno (1931-1933) y presidente de la República (1936-1939). El historiado­r Piers Brendon ha dicho de él que se propuso “librar a España del yugo de la Iglesia y del Rey”. Ya en 1931, con la ley de reforma del ejército que lleva su nombre, creó gran malestar entre los militares. Se enfrentó a la Iglesia con la expulsión de los jesuitas y el cierre de escuelas católicas, aunque evitó que la nueva Constituci­ón dispusiera la disolución de todas las órdenes religiosas; un intento de reforma agraria quedó en sus inicios, aunque segurament­e dio cobertura a las ocupacione­s ilegales de tierras de años posteriore­s, que nunca fueron debidament­e sancionada­s, y le granjearon la enemistad de los grandes terratenie­ntes. Demasiados enemigos. Una vez presidente de la República, resultado de unas elecciones cuya limpieza ha sido puesta en duda, fue poco más que el mascarón de proa de un gobierno para el cual una república parlamenta­ria no representa­ba más que un tránsito hacia la dictadura del proletaria­do. Su impotencia para atajar las violacione­s de la ley y la tolerancia que manifestab­a frente a los desmanes de la izquierda contribuye­ron al apoyo que muchos prestaron, por lo menos en sus comienzos, a la sublevació­n militar del 18 de julio: el ejemplo de Unamuno es bien conocido. Azaña fue un hombre de sólidas conviccion­es y de probado talento; pero en el terreno estricto de la gobernació­n de un país, donde cuentan los resultados y no los principios, el juicio no puede ser muy propicio.

La evolución del pensamient­o de Azaña encierra una primera lección para nosotros: el mismo que en 1931, cuando la quema de conventos, declaraba que “todos los conventos de España no valen la vida de un solo republican­o” pedía, el 18 de julio de 1938, en su célebre discurso de Barcelona, “paz, piedad y perdón”, y afirmaba: “Ninguna política ha de basarse en el exterminio del adversario [por ser moralmente abominable] y porque es materialme­nte irrealizab­le”. Una enseñanza cuya verdad confirman tanto los años de la Segunda

República como los que siguieron a la victoria de Franco, y que los políticos de hoy parecen haber olvidado.

Azaña se presenta a veces como un gran político incomprend­ido por el pueblo al que hubo de gobernar. A mi entender, eso es pensar que el político ha de partir de unas conviccion­es y lograr como sea que el pueblo se ajuste a ellas. Quizá sería mejor que el político pensara, por lo menos de vez en cuando, que es él quien ha de comprender a su pueblo (que no quiere decir seguirle la corriente) y no al revés. En nuestra política pesan demasiado las ideologías, a veces traídas de países que poco se parecen al nuestro, que quieren hacerse realidad pese a quien pese.

Al término de mis averiguaci­ones tengo mis dudas de la oportunida­d de un homenaje a Manuel Azaña. Por el contrario, puesto que ese homenaje tuvo lugar, celebro que el Rey asistiera a él. Era una forma de tender la mano a quien fue declarado enemigo de la monarquía, y de decirnos a todos que lo que representa la figura de Azaña pertenece a un pasado que no hay que olvidar, pero para no repetirlo.

En la provincia de Toledo hubo, hasta el año 1936, un pueblo llamado Azaña, que debió perder a manos de algún amanuense su hache inicial. Reconquist­ado (así se decía entonces) por el regimiento Numancia en 1936, el pueblo se llama hoy Numancia de la Sagra. En esto de cambiar los nombres de calles y lugares seguimos como entonces.

En nuestra política pesan demasiado las ideologías que quieren hacerse realidad pese a quien pese

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