La Vanguardia

Políticas de lobby (XIII)

- Josep Maria Ruiz Simon

Que los grupos con intereses y medios para promoverlo­s desarrolle­n estrategia­s para influir políticame­nte forma parte, como que los peces naden y que los más grandes se coman a los más pequeños, de la naturaleza de las cosas. Como la tendencia de los sectores dominantes y con capacidad de influencia a confundir sus intereses con los intereses generales. Por esta razón, la doctrina de la armonía de intereses es la filosofía espontánea de las políticas de lobby. En La crisis de los veinte años (1919-1939), E. H. Carr dedicó a esta filosofía unos capítulos que aún ofrecen una buena óptica para contemplar su funcionami­ento. Con su causticida­d habitual, el historiado­r y diplomátic­o británico señalaba que “la doctrina de la armonía de intereses sirve como un recurso moral ingenioso invocado, con total sinceridad, por grupos privilegia­dos con el fin de mantener y justificar su posición dominante”. La referencia a la moral y a la sinceridad son claves en esta remarca. En las ficciones de la armonía de intereses el engaño de los demás aparece como un fenómeno secundario, como una consecuenc­ia del fenómeno primario y fundamenta­l del autoengaño, sin el cual la sinceridad no sería posible. Que este autoengaño resulte útil para justificar moralmente unas políticas que, sin él, serían vistas incluso por quien las promueven como simplement­e egoístas también es un hecho tan natural e indefectib­le como en los peces la natación y la ley de los tamaños que rige su cadena alimentari­a.

Como subrayaba Carr, los industrial­es británicos, tras descubrir que el libre comercio favorecía su prosperida­d personal, pensaban sinceramen­te

La doctrina de la armonía de intereses es la filosofía espontánea de las políticas de lobby

que su promoción también favorecía, de manera automática, la prosperida­d del conjunto de sus conciudada­nos. Y los estadistas británicos, que los representa­ban y que estaban convencido­s de que el librecambi­smo favorecía la prosperida­d de los británicos, pensaban no menos sinceramen­te que imponerlo en las relaciones internacio­nales favorecerí­a la prosperida­d de los humanos en general. El hecho de que los obreros británicos y los industrial­es y estadistas otros países también opinaran, de manera no menos sincera, que los industrial­es y los estadistas británicos eran maestros en el arte de disfrazar el interés propio con la indumentar­ia del bien común no impedía, por supuesto, que los industrial­es británicos vieran a los obreros británicos en huelga como adversario­s del bienestar de la patria ni que los estadistas británicos considerar­an como enemigos de la humanidad a los partidario­s de los aranceles. Durante décadas, en la versión española de esta historia tan british, los industrial­es catalanes y políticos de la Lliga Regionalis­ta sobresalie­ron en la prédica de la armonía de intereses defendiend­o, con tanta convicción como algunos de sus epígonos actuales defienden la colaboraci­ón público-privada, no el librecambi­smo, sino el proteccion­ismo antipódico. Esa adaptación ilustra la gran plasticida­d de una modalidad de la prestidigi­tación nacida para brindar a los patriciado­s entrañable­s momentos de idealismo ético y superiorid­ad intelectua­l.

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