La Vanguardia

Pasqual Maragall

- Norbert Bilbeny

Un 11 de octubre sonó el teléfono de mi despacho en la facultad: “Le paso con el alcalde”. Pasqual Maragall nos invitaba a Xavier Rubert de Ventós y a mí a almorzar al día siguiente con el presidente Felipe González en un hotel de Barcelona. “Lo siento –dije a mi pesar–, mañana es el santo de mi madre y no puedo fallarle”. Tras un silencio, la voz ronca del otro lado respondió: “De acuerdo. Felicita a tu madre de mi parte”. A veces he pensado si no fue un desplante, pero no dudo que Maragall entendió mi respuesta.

Porque él, antes de su enfermedad, fue un hombre de acción como hay pocos: con ideas y sentimient­os. No es justo hablar de sus maragallad­as. Por lo primero, era un regeneraci­onista catalanoes­pañol de fondo, como le venía de su abuelo Joan y de sus padres, Jordi y Basilisa. Un reformismo político-moral afectado desde su juventud por la democracia y la contracult­ura de Estados Unidos y más tarde por el sueño de una Europa federal, como la España federal y no centralist­a en la que confiaba. En cuanto a lo segundo, los sentimient­os, quienes le conocen saben de su emotividad y trato próximo. Dos hermanas de cierta edad que habitaban en la plaza Sant Jaume, a pocos metros del despacho del alcalde, me dijeron que este a menudo les saludaba cariñosame­nte desde su ventanal. Los sentimient­os le venían también de familia.

Traté bastante a su padre, caballero donde los hubiere, quien me dijo: “A mí solo me conocen por ser el hijo del poeta y el padre del alcalde”. Sé que su hijo, como el resto de sus hermanos, le admiraban, además de quererle, como hicieron con su madre. En una sesión del Ateneu Barcelonès, en recuerdo del senador y escritor Jordi Maragall, Pasqual, ya presidente de la Generalita­t, dejó caer una lágrima al oír nuestras palabras sobre su padre.

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