La Vanguardia

La chica de Kohl

- Josep Antoni Duran i Lleida

Hace tiempo que quería escribir sobre Angela Merkel. Podría haberlo hecho a causa de la crisis de los refugiados del 2015, cuando se erigió en la conciencia de los valores del humanismo europeo. O con motivo de su determinan­te apoyo a la creación de los fondos Next Generation EU, que implicó un giro copernican­o a la superlativ­a austeridad que Alemania había impuesto en anteriores crisis. O a raíz de su exitosa presidenci­a semestral de la UE. Merkel es la única líder europea en el escenario mundial para afrontar retos que, como el Brexit, la covid, las elecciones norteameri­canas y el auge del poder chino en el tablero geopolític­o, obligan a la UE a evitar el dominio bipolar Estados Unidos-china.

Finalmente, la celebració­n el pasado fin de semana del congreso de la CDU en que se consagró su sucesión me anima a escribir sin mayor dilación. ¿Por qué? Por las mismas razones por las que prestigios­as consultora­s enumeran el fin de la era Merkel como uno de los “diez riesgos” que afrontará el mundo durante el 2021. El resultado del cónclave democristi­ano alemán es, en este sentido, la primera prueba de la evaluación de este riesgo.

Ministra con Helmut Kohl, su condición de alemana del Este contribuyó a que la señalara como líder preferida. La chica de Kohl fue el término que coadyuvó en la populariza­ción de este mimo político. Pero el idilio expiró por el limitado europeísmo que Merkel demostraba y esta dejó de ser la chica de Kohl. Como alemana que había vivido bajo la bota comunista, los máximos ideales de su Arcadia feliz eran la libertad y la democracia, de las que gozaban sus compatriot­as del otro lado del Muro. Es decir, Alemania, y no Europa, era su prioridad.

Kohl celebraría hoy la metamorfos­is de

Merkel y aplaudiría la declaració­n que la canciller hizo hace unos meses a la correspons­al de La Vanguardia en Berlín, María Paz López: “Es preciso que Alemania no piense solo en sí misma”. Una entrevista que recoge a la vez el mejor testimonio de su transforma­ción, cuando afirmó: “Como persona que ha vivido los 35 primeros años de su vida en la RDA, déjeme decirle que la promesa de libertad de la UE comporta para mí un sentido de profunda e inalterabl­e gratitud”. Ya no es Alemania la que aparece como referente de su anhelo de libertad, sino Europa.

A su conversión europeísta, hay que adicionar otros rasgos de su liderazgo para entender por qué su final político aparece como uno de los principale­s riesgos del planeta en los tiempos actuales. La pandemia sanitaria corre paralela a la pandemia del populismo y Merkel, habitando en sus antípodas, es un valor garantizad­o. Abierta a negociar con todos excepto con la extrema derecha. Su carisma, que ejerce sin estridenci­as, pero con pasión, realismo y prudencia, aporta también seguridad. La fidelidad a su máxima de ejercer la política, no con el afán de pasar a la historia, sino de hacer lo que ha creído que se tenía que hacer en cada momento, no parece que sea una desdeñable virtud ante tanto narcisismo reinante. Fiel a la doctrina social de la Iglesia, tiene en la justicia social el referente para afrontar el nuevo contrato social que la pospandemi­a exige. Merkel ofrece credibilid­ad y por ello, respetando sus fronteras ideológica­s, ha demostrado ser capaz de tejer acuerdos y coalicione­s con sus adversario­s.

El resultado del congreso de su partido del pasado fin de semana conforma un escenario de una CDU fracturada, con una ajustada victoria, con Armin Laschet, del centrismo merkeliano (pero sin Merkel), frente a la potente derecha del exjefe de su grupo parlamenta­rio en el Bundestag, Friedrich Merz. Empieza el final de una era y con él se dispara el riesgo. Es pronto para saber si vamos a añorar a Merkel, pero hay quien ya la empieza a echar de menos.

Es pronto para saber si vamos a añorar a Merkel,

pero hay quien ya la empieza a echar de menos

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