La Vanguardia

No queremos verlo

- Gemma Sardà

Con el frío, la puerta de la calle del edificio no ajusta y a veces queda entreabier­ta. Lo aprovechó una persona que segurament­e vive en la calle y no debe de haber querido recurrir a un albergue por miedo a perder sus pertenenci­as, pocas pero imprescind­ibles para sobrevivir a la intemperie. O quizá para no tener que abandonar al perro que lo acompaña.

El vecino del último piso detectó que alguien había pasado la noche en el rellano de la azotea. Una caja de pizza fue la primera pista. Mandó un watsap a varios vecinos de la escalera. Ha tenido que aparecer un virus confinador para que nos demos los teléfonos y nos preocupemo­s de cómo estamos. “Esta noche alguien ha dormido arriba. Miremos que la puerta cierre bien”.

Al día siguiente, al atardecer, mi vecino subió el tramo de escalera que lo separa de la azotea para comprobar si había vuelto. Con un sentimient­o contradict­orio. Si estaba, qué tenía que hacer: ofrecerle un plato caliente o echarlo. “A mí me gustaría que me ofrecieran un plato caliente si me encontrara en esa situación, pero también le diría: ‘Chico, si fumas, búscate un cartoncill­o, que has dejado el suelo lleno de colillas’”. Mi vecino no puede ni plantearse echarlo en una noche helada. “¿Cómo voy a echarlo? ¿Quién soy yo para mostrarle la puerta? Pero si le damos de comer, mañana lo tenemos aquí. Y también le diría: ‘Chico, no mees en el rellano, que lo has dejado hecho un asco’. Pero, con el frío que pega, sería incapaz de negarle refugio”.

Esa noche la puerta quedó cerrada y no entró nadie. Una vecina, que llegaba a casa rozando el toque de queda, vio a un chico con su perro que andaba arrimado a las casas y empujaba cada puerta por si estaba abierta.

Todo eso pasa cuando en Barcelona, en diez días, han muerto de frío tres personas en la calle.

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