La Vanguardia

La hora punta

- Clara Sanchis Mira

Viajo en metro en hora punta como turista, a mí esto me toca rara vez. Se nota, porque los demás van más relajados, abandonado­s al hacinamien­to con paciencia obrera o ceguera voluntaria. La verdad es que, una vez embutida en este túnel, no te vas a poner a pensar en el nuevo récord de contagios o en la saturación de las ucis. Metida en este embrollo de mascarilla­s mustias, ojos adormecido­s y axilas en las orejas, no es momento de ponerse detallista con las medidas de distancia social, recomendad­as por las mismas autoridade­s que no aumentan la frecuencia del metro en hora punta. En la hora punta ya da igual todo. Si la rueda de la fortuna te ha llevado a ser uno de sus usuarios habituales, date por irrelevant­e. Estás fuera. Las noticias no van contigo. Ni la vida, si me apuras. La hora punta es un agujero negro. Un monumento a la desigualda­d. Un cocedero de virus y una cruel estupidez que se ignora día tras día. Resulta asombroso que nadie se arranque el pelo a mechones o rompa el silencio del vagón con un alarido de lince rojo. En vez de eso, la pequeña mujer que está pegada a mi codo se las apaña para poner en su móvil un vídeo con una música bailonga. No alcanzo a girar el cuello lo necesario para acertar con las miradas de odio que suelo lanzar en estos casos. Estando como estamos, tampoco sería justo tildar de molestia la musiquilla de esta señora que se anima como puede.

Me enroco en mi hueco entre la muchedumbr­e de cuerpos, intento respirar flojo y tiro la vista a los pies. El muestrario de calzado deja mucho que desear, se aferran al suelo sucio ejemplares gastados, alguna deportiva de tela temblona, simulacros de piel mojada, calzado clásico de inmigrante en aprietos. Aquí no hay botas para la nieve con suela todoterren­o, ni rastro de esos equipos de esquí olímpico que observas estos días en las avenidas del centro, con un ojo en el hielo y el otro en la rama que puede partirte el cráneo. Así como suena. Una colega, que de un resbalón por Filomena se rompió la tibia, la rodilla y el peroné, se traga las lágrimas porque no puede ir a darle el pecho a su bebé. Mientras espera día y noche en los pasillos de un hospital desbordado, que las autoridade­s tampoco refuerzan, es comprensiv­a con el estado de las cosas: “A mí no me pueden operar todavía porque no deja de llegar gente con el cráneo partido, roturas mucho más graves que las mías”. La amenaza de la rama que te parte la cabeza hay que tomársela en serio. Justo de eso aquí en el metro estamos a salvo.

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